La derrota estrepitosa del relato de Peña Nieto
¿Qué le queda por contar al presidente en funciones? Si desgranamos las entrevistas más recientes, no mucho
Ha sido lastimoso presenciar la larga despedida de Enrique Peña Nieto como presidente de México. E imagino que para él debe ser un calvario. Eso en caso de que entienda lo que le está sucediendo. Y creo que no.
Cierto que el periodo de transición en este país es eterno: cinco meses desde la jornada electoral hasta la toma de posesión. Si a eso sumamos la brutal derrota del presidente y su partido en las elecciones de este año, esos cinco meses deben ser como minutos, pero bajo el agua. Y luego aderecemos el martirio con el protagonismo innegable del presidente electo, vaya cinco meses del terror para quienes están entregando las riendas de gobierno.
¿Qué le queda por contar al presidente en funciones? Si desgranamos las entrevistas más recientes, no mucho. Tal vez su último logro sea esa nueva versión de Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos que vio la luz en estos días, pero Trump se agandalló hasta el poder de renombrarla. Por lo demás, hay una entendible insistencia en destacar los logros de su sexenio, pero sin asumir que no hay quien los quiera escuchar: a una población que lo desprecia sin pudor (basta revisar sus índices de aprobación), no le interesa cuáles hayan sido sus grandes triunfos. Y sin embargo, él insiste: la reforma energética, la reforma educativa, el papel de México en el mundo, el crecimiento comercial, bla bla bla bla. En entrevistas y en los cientos de spots que llueven desde medios electrónicos y redes sociales, el presidente se viste de líder y recorre sus glorias. Solo que mientras él celebra, por ejemplo, que la reforma educativa sea uno de los máximos logros de su gestión, el presidente entrante le espeta, en su cara y en Palacio Nacional, que esa reforma se cancelará tan pronto sea posible. In your face, dirían los de hoy.
Les digo, ha sido lastimoso.
Porque además de estar predicando en el desierto de las audiencias fugadas o nunca detectadas, Peña Nieto se ha puesto, literal, de tapete: ¡písenme más! Dígame en mi cara que cancelará mis principales logros, presidente electo. Dígame que buscará echar atrás la construcción del nuevo aeropuerto internacional que tanto he presumido. Dígame dónde nos vamos a reunir, usted manda. Dígame qué va a hacer con la casa presidencial. ¿No quiere que le presente a un buen arquitecto? Dígame, dígame, dígame. Yo aquí estoy con sonrisa congelada y vestido de líder. Alguien habrá de identificarme como tal, ¿o no?
Hemos celebrado la transición civilizada: la han aúpado los mercados y la han apapachado los escépticos. Y está bien. Nadie quiere que el entrante y el saliente se peleen hasta destrozar al país. Pero una cosa es la transición de terciopelo y otra muy diferente la transición arrastrada. Aunque, bien visto, no podía ser de otra manera: Peña Nieto desde hace mucho dejó de ser presidente de México para fines de reconocimiento ciudadano. Hoy, solo le queda sonreírle a Andrés Manuel López Obrador, decir que le cae bien, ponerse de tapete e inundarnos en la recta final con mensajes de “miren qué bueno soy”. Vivida así, imagino que la larga transición se hace insoportable.
Frente al relato oficial que agoniza, en todos los sentidos, cabalga con extraordinaria salud el relato del vencedor: dicen los que les gusta murmurar en pasillos, que este 1 de diciembre López Obrador no asumirá la presidencia de México, sino ofrecerá su primer informe de gobierno. Y es que no hay día en que lo que diga, haga, sueñe, tema, proponga, nombre, deje de nombrar, critique, califique, aplauda, vuelva a soñar o imagine el presidente electo, no aparezca en todos los informativos del país. Hoy no solo hay un relato ganador, hay uno apabullante.
Cuando a Peña Nieto le han preguntado por qué cree que perdió así las elecciones, se enreda en una justificación sobre el odio anti sistema que recorre el mundo. Es decir, no perdí yo, han perdido todos.
No, señor presidente, perdió usted.
Y no porque sean tiempos de cambio, sino porque nunca supo leer el tiempo que le tocó vivir.
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