Dos años para parir dos ratones
Theresa May ha tardado dos años en cocinar sus propuestas para una futura relación del Reino Unido con la UE tras romper —si llega a romper— con ella
Theresa May ha tardado dos años en cocinar sus propuestas para una futura relación del Reino Unido con la UE tras romper —si llega a romper— con ella.
Las ideas que sometió en Chequers al inacabable cónclave del gabinete son escasas, dos. Tardías, 24 meses de retraso. Una, es imposible. Y la otra, inaceptable.
Esa mísera cosecha tiene lógica por la brutal división de su equipo en duros (hardliners), suaves (amigos del soft Brexit) y pegamoides (ella misma); el descaro con que los ayatolás —sobre todo Boris Johnson— han boicoteado a la primera ministra; o la penuria opositora: el Labour no presenta alternativas sólidas ni por asomo.
Y por la ineptitud e ineficacia del negociador principal, el ministro para el Brexit David Davis. Esculpido ideológicamente a lo Salvini (antieuropeo, antinmigrantes, racista enmascarado, secretista y compulsivo amante de las fake news), es además un vago, que prefiere de facto culminar el diálogo en desacuerdo, el desastre.
Durante 2018 solo se ha reunido tres veces con su contraparte europea, Michel Barnier: ¡un total de solo cuatro horas! Prefiere pasearse por las capitales para envenenar a los ministros comunitarios contra el francés. ¡Y esto sucede en el país de los más duchos diplomáticos, los más sofisticados parlamentarios, los más acerados soldados y los más hábiles espías!
La primera idea es la “regulación alineada” parcial: seguir en el mercado interior europeo a trozos. En mercancías, no en servicios. Inquietará a los protagonistas de estos, los financieros de la City entre otros.
Contrariará a la UE, pues su mercado único busca abrazar a todos los sectores, servicios incluidos. Y en un conjunto indivisible, las 4 libertades de circulación: de mercancías, servicios, capitales, personas.
Las mercancías se someterían a los estándares de la UE, se alinearían a su regulación normativa. Asumirla molesta a los brexiteros ultras, porque implica obedecer a Bruselas. Y esta no aceptaría sino el pleno sometimiento al Tribunal de Luxemburgo, el organismo que dirime las disputas.
Los miembros de ese mercado habitan una comunidad de derecho. Vienen obligados no solo por las normas europeas, sino también “por la interpretación que de ellas haga el Tribunal de Justicia de la UE; por la primacía de esas leyes sobre las nacionales; por sanciones, si las ejecutan incorrectamente”, como sintetiza el mítico jurista Jean-Claude Piris (Prospect, 27/3/2018).
O sea que esa idea es inaceptable.
La otra, sobre la unión aduanera, es imposible. Porque implica estar fuera: Londres activaría sus propios aranceles a los productos que comprase del exterior. Y al tiempo, semi-dentro: liquidaría a Bruselas la tarifa exterior común de los 27 sobre las mercancías que le llegasen en tránsito.
¿Cómo hacerlo? Señalizando cada mechero o alpargata de la China según su destino: tarea ardua, engorrosa, hoy por hoy tecnológicamente inviable. O cada pieza de cada coche a lo largo de las cadenas de valor, de ida y vuelta: esquizofrénico.
Así que dos ratones. Penoso.
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