Y la utopía abandonó a Israel
70 años después de nacer como un ideal ético colectivo, el Estado hebreo acentúa su perfil nacionalista y militar con el Gobierno de Netanyahu
Decenas de jóvenes escuchan a un elenco de viejas glorias de la izquierda, pacifistas e intelectuales frente a la sede del Teatro Nacional de Israel, en la plaza de Habima en Tel Aviv, mientras un puñado de ultraderechistas les increpa desde la esquina del bulevar Rothschild, tras un cordón policial: “¡Marchaos a vivir a Gaza!”. Orillado por edificios de estilo Bauhaus, este paseo, donde se declaró hace 70 años la independencia del Estado hebreo, aún conserva el marchamo de la modernidad.
“Hemos olvidado la historia, los valores del judaísmo”, musita desde su silla de ruedas Yael Dayan, exdiputada del partido laborista. “En [las protestas de] Gaza ha habido muchos muertos por los disparos de nuestros soldados”, desgrana con una mueca de dolor, tras haber leído en la tribuna el testimonio de un francotirador militar anónimo que combatió en el enclave palestino. Antigua vicealcaldesa de Tel Aviv, Yael, la hija de Moshe Dayan —el general que derrotó en seis días a tres Ejércitos árabes e inauguró la ocupación—, mantiene a los 78 años la intensidad de la mirada de las generaciones pioneras de Israel.
“¡Fuera traidores!”, arrecian los gritos de los extremistas mientras hacen ondear banderas de la estrella de David, y los agentes los contienen con aire de aburrimiento. “También nos hemos vuelto racistas”, sostiene Dayan, conectada a un respirador. “Aunque nacimos como un país de inmigrantes perseguidos, el Gobierno ha intentado deportar a miles de refugiados africanos”. La veterana política ha venido a apoyar un acto público organizado por el movimiento de soldados veteranos Romper el Silencio, una de las organizaciones pacifistas que aspiran a ser la conciencia crítica de la sociedad hebrea, cada vez más escorada hacia el nacionalismo. “Solo unos pocos se atreven a decir hoy la verdad sobre la ocupación. El país ya no es el mismo”, sentencia Dayan, “pero no es tanto Israel el que ha cambiado como su liderazgo”.
La compleja división política israelí se debe a la fragmentación provocada por un sistema electoral con fuerte proporcionalidad en el reparto de los 120 diputados de la Kneset (Parlamento), según el analista político Daniel Kupervaser. “Si se revisan resultados y sondeos, se aprecia la solidez de un bloque de la derecha, con 57 escaños, formado por el partido conservador Likud de Benjamín Netanyahu, y la extrema derecha de Avigdor Lieberman [actual ministro de Defensa], al que se suma el nacionalismo religioso de los colonos y los ultraortodoxos. Luego, hay un segundo bloque de fuerzas de centro, que incluye al laborismo, con 45 diputados, y, por último, un tercer grupo que suma 18 escaños, en el que están Meretz [izquierda pacifista] y los partidos árabes israelíes”. Los partidos de este último bloque están considerados como “inadmisibles” para conformar “una coalición sionista”, así que el centro solo puede gobernar con la derecha, explica Kupervaser. Así, en las elecciones legislativas de 2009 la dirigente liberal Tzipi Livni obtuvo más votos que Netanyahu, pero no pudo formar un Gabinete de coalición por el veto de los partidos conservadores.
La compleja división política israelí se debe a la fragmentación provocada por un sistema electoral con fuerte proporcionalidad en el reparto de los 120 diputados
“El Likud de Netanyahu solo controla una cuarta parte del Parlamento”, advertía recientemente la liberal Livni en un encuentro con periodistas en Jerusalén. “Las alianzas pueden cambiar dentro de poco”. Sus palabras aludían a los casos de corrupción que planean sobre el primer ministro, Netanyahu, y amenazan con forzar su dimisión si el fiscal general le inculpa por fraude y soborno.
Livni ha ocupado el cargo de viceprimera ministra, y ha sido la titular de Exteriores, Justicia y de otras carteras, convirtiéndose en la mujer que más ha ascendido en la pirámide del poder en la historia de Israel, tras Golda Meir, jefa de Gobierno entre 1969 y 1974. También encabezó las últimas negociaciones de paz con los palestinos, suspendidas hace cuatro años. Desde la oposición de centro-izquierda, cita los sondeos para apoyar sus argumentos: “La sociedad está mayoritariamente a favor de la solución de los dos Estados, aunque no sabe cuándo se podrá alcanzar. Solo unos pocos defienden un Estado binacional [la anexión de los territorios palestinos]”. El partido de Livni, Hatnuah, está asociado al laborismo en la denominada Unión Sionista.
Coincidiendo con su 70º aniversario, en un mes Israel ha sentido el vértigo de una aceleración histórica. Ha habido una rápida sucesión de acciones y reacciones. En un alarde de protagonismo de Netanyahu, se presentó en televisión el archivo atómico secreto localizado por agentes del Mosad en Teherán, poco antes de la ruptura por parte de EE UU del acuerdo nuclear con Irán, y del ataque militar israelí a gran escala contra objetivos de la Guardia Revolucionaria de Irán en Siria. Pero el hito que ha marcado la conmemoración de la independencia ha sido sin duda el traslado de la Embajada estadounidense de Tel Aviv a Jerusalén, que ha consolidado el alineamiento del presidente Donald Trump con los intereses estratégicos del Gobierno de Netanyahu.
Mientras la hija del mandatario de EE UU Ivanka Trump inauguraba en su nombre la legación diplomática de la Ciudad Santa en un clima de euforia local, los disparos de los francotiradores del Ejército causaban la muerte de 62 manifestantes ante la valla de separación fronteriza. La Autoridad Palestina incluyó esos hechos en la denuncia por crímenes de guerra que días más tarde presentó en la Corte Penal Internacional de La Haya.
Esta misma semana, la escalada bélica entre Israel y Hamás —el movimiento islamista que gobierna de facto en el enclave— ha estado a punto de desbordarse, con el mayor lanzamiento de cohetes registrado desde la Franja, y los bombardeos más intensos de la aviación hebrea desde el fin de la guerra de 2014.
Las repercusiones de esta crisis en Gaza han ido más allá de la condena a Israel en foros internacionales. El cantante brasileño Gilberto Gil ha cancelado su concierto en Tel Aviv ante la situación en la Franja. El primer ministro francés, Édouard Philippe, ha pospuesto indefinidamente una visita oficial alegando problemas de agenda. Otros artistas y políticos han decidido retrasar viajes previstos a Israel tras los incidentes del 14 de mayo.
Pocas semanas antes de que se disparara la violencia en el territorio costero palestino, la actriz israelo-estadounidense Natalie Portman boicoteó la entrega en Jerusalén del Premio Génesis —considerado el Nobel judío— concedido a toda su carrera. No se encontraba “en condiciones de asistir a un acto en Israel con la conciencia tranquila”, declaró a través de sus representantes.
“El triunfo de la derecha en 1977 marcó el final de la utopía fundacional de los laboristas que gobernaron durante tres décadas”, dice el historiador Meir Margalit. “Empezó el declive de la experiencia de los kibutz (granjas colectivas) o de la hegemonía social del Histadrut (sindicato único). La sociedad israelí se ha vuelto mucho más individualista”.
Tras el giro político de 1977, los Acuerdos de Oslo alumbraron en 1993 la esperanza de una solución al conflicto
Margalit fue concejal de Jerusalén por el partido Meretz, tercera fuerza parlamentaria en 1992 en vísperas de los Acuerdos de Oslo. Pero la izquierda pacifista ha acabado siendo la lista menos votada en los últimos comicios legislativos, celebrados hace tres años. Meretz estuvo entonces a punto de no superar el umbral del 3% del sufragio que permite asegurarse una presencia en el Parlamento. “Israel pasó de ser una sociedad humanista a convertirse en una militarista a partir de la ocupación de 1967”, sostiene este intelectual de origen argentino. “El militarismo se ha asentado sobre las figuras de generales como Moshe Dayan, Isaac Rabin, Ehud Barak o Ariel Sharon, que alcanzaron la cima del poder civil”, explica. “Mientras, el humanismo ha quedado en manos de escritores como Amos Oz, David Grossman o A. B. Yehoshua, muy conocidos en el exterior, aunque sus ideas en Israel solo representan a una minoría”.
Compañero de generación de Etgar Keret y uno de los narradores más populares en el Estado judío, Assaf Gavron, de 49 años, ha visto publicadas en varios idiomas algunas de sus novelas, como La cima de la colina, una alegoría sobre la vida de los colonos en los asentamientos en Cisjordania. La única de sus obras traducidas al español, sin embargo, es un ensayo incluido en la antología Un reino de olivos y ceniza (Literatura Random House), que reúne escritos de 26 autores de 14 países en el 50º aniversario de la ocupación de Palestina. Gavron es el único israelí que participó en el proyecto junto a escritores como el Nobel Mario Vargas Llosa o el premio Pulitzer Michael Chabon.
“Mis padres eran unos judíos sionistas convencidos que abandonaron Reino Unido para instalarse en Israel”, rememora Gavron, “pero años más tarde llegaron a plantearse regresar a Europa, ante la evolución política del país. La sociedad israelí, además, se ha sumido en el victimismo bajo los Gobiernos de Netanyahu: la gente acepta sus mensajes sin cuestionarlos”. El escritor alude a la estratagema del primer ministro en la campaña de las elecciones de marzo de 2015, cuando para movilizar a sus partidarios dijo que estaba alarmado porque los árabes con nacionalidad israelí —cerca de un 20% de la población del Estado hebreo—iban a votar “en manada”.
Gavron apunta precisamente a la ocupación como causa central del vuelco dado por la sociedad israelí en el último medio siglo. Las tropas israelíes protegen a unos 400.000 colonos en Cisjordania. Otros 200.000 israelíes se han instalado en la parte oriental de Jerusalén, ocupada en 1967 y anexionada en 1980. El movimiento colono cuenta con valedores políticos en el seno del actual Gobierno, tanto en la formación nacionalista religiosa Hogar Judío como en la ultraderechista laica Israel Nuestra Casa, que concentra el voto de la inmigración pos-soviética.
Tras el giro político de 1977, los Acuerdos de Oslo alumbraron en 1993 la esperanza de una solución al conflicto. “Lo pactado en Oslo no tuvo apenas tiempo de poder aplicarse. Tras el asesinato de Rabin, en 1995, Netanyahu ganó por primera vez unas elecciones y comenzó a desmontar todo lo que había sido negociado”, precisa el historiador Margalit. “Fue entonces cuando en sectores del laborismo empezó a cuajar la idea de que se podía alcanzar la paz sin tener que devolver los territorios ocupados. Y ya se sabe que cuando la izquierda empieza a imitar las políticas de la derecha, los votantes acaban prefiriendo el modelo original”.
El clima de violencia visible durante la Segunda Intifada (2000-2005) hizo que muchos israelíes dejaran de creer en las propuestas de Oslo. Los líderes que se alternaron en el poder en Israel —Barack, Sharon, Ehud Olmert— emprendieron fallidos procesos de negociación con los palestinos. El actual Ejecutivo, considerado el más derechista en la historia de Israel, no ha planteado iniciativas de paz. Y desde la llegada de Trump a la Casa Blanca, en enero de 2017, las vías de diálogo han quedado enterradas. “El conflicto palestino puede haber caído en el olvido tras la crisis económica en Europa y por la inquietud desatada en el continente por el temor a un aluvión de refugiados”, concluye el historiador. “Y en el mundo árabe, la barbarie yihadista del ISIS y la guerra de Siria han acaparado toda la atención”.
La mayoría de los israelíes también parece mostrarse convencida de que la gestión del conflicto está mejor en manos de la derecha. Después de un mes de efemérides, condenas internacionales y sangrientos incidentes, los sondeos reflejan el auge electoral de la derecha pura y dura de Netanyahu y Lieberman, cuyo respaldo por parte del público ha subido un 7%, hasta situarse en el 58% de satisfacción ciudadana con su Ejecutivo, según una encuesta publicada por el diario Maariv. De celebrarse ahora unos comicios, sus partidos sumarían, respectivamente, más de un tercio de los escaños de la Cámara, y con el apoyo de sus socios nacionalistas y ultraortodoxos revalidarían una cómoda mayoría en la Kneset. Los laboristas y su aliada Tzipi Livni parecen abocados, según el mismo estudio demoscópico, a perder la mitad de los diputados que tienen.
Vargas Llosa describía hace poco en EL PAÍS la transformación experimentada en la sociedad israelí: “Un pueblo que había levantado ciudades modernas y granjas modelo donde solo había desiertos, creado una sociedad democrática y libre, y en la que un sector muy importante quería verdaderamente la paz negociada con los palestinos. Ese Israel por desgracia ya no existe. Ahora es una potencia militar, sin duda, y en cierta forma colonial, que solo cree en la fuerza”. Amos Oz, el veterano escritor hebreo que acompaña estas páginas, se anticipó a las previsibles censuras de quienes no suelen tolerar un escrutinio crítico de su país. “No todo aquel que critica a Israel es un antisemita”, declaraba a este diario hace tres años. “Yo mismo lo hago”.
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