El peso de apellidarse Mladic
El hijo de uno de los mayores criminales de guerra de los Balcanes cuenta en Belgrado la historia maldita de su padre
El anillo, de oro con piedra negra, resplandece en el dedo anular de su mano derecha. Su madre se lo regaló a su padre cuando se graduó con honores en la academia militar. Como los francotiradores enemigos tenían la orden de disparar a quien lo lucía, el general rubicundo hacia girar la arandela hasta ocultar la parte brillante en la palma de la mano, seguro de que portándolo nada malo podría ocurrirle en el frente de guerra. Darko, en cambio, no tiene el impulso de esconderlo en esta mañana dorada de Belgrado, en una mesa interior del café Smaragd. No le importa en absoluto que lo reconozcan como el hijo de Ratko Mladic, el genocida de los Balcanes.
Llega tarde a la cita porque le ha costado encontrar aparcamiento en este céntrico barrio, cerca del Parlamento serbio. Mientras en muchos lugares del mundo celebraban el año pasado la condena a cadena perpetua a Ratko Mladic por crímenes contra la humanidad, Darko, presente en la sala cuando se emitió la sentencia, mantuvo el rictus grave. Después le dio al reo ánimo y calor humano. Entre la justicia y su padre, eligió a su padre.
Darko Mladic, de 48 años, quiso hacer carrera en el ejército pero su progenitor se lo quitó pronto de la cabeza. “Quise ser piloto, pero fue una decisión que tuve que tomar muy pronto y él estaba en contra. Me dijo que son los primeros en morir en las guerras. Y de guerra sabe bastante”, cuenta al poco de llegar.
Acabó estudiando ingeniería eléctrica. Fundó una modesta compañía tecnológica, Impact, que en sus momentos más boyantes llegó a tener cinco empleados. Dice que en el tiempo en el que Ratko Mladic estuvo prófugo de la justicia internacional recibió muchas presiones del gobierno serbio para que lo delatara. Darko asegura que no tuvieron contacto alguno en ese tiempo, y que en ocasiones se levantaba sobresaltado en mitad de la noche pensando que su padre se encontraba perdido en un bosque, a merced a los animales salvajes.
Ahora habla con él al menos dos veces al día. En el pasillo de la prisión de Scheveningen (La Haya, Holanda), donde cumple condena, hay unas cabinas que funcionan con tarjetas prepago desde las que Ratko hace las llamadas. Su esposa, Bosiljka, le visita una vez al mes durante cinco o seis días, y lo ve de nueve de la mañana a cinco de la tarde en una habitación privada, sin cristales de por medio.
En ocasiones viaja hasta allí la familia Mladic al completo. Entonces se reúnen en una sala conjunta, un espacio común con 10 mesas en las que también se sientan las visitas de los otros reclusos. Lo mejor de cada casa: señores de la guerra, dictadores africanos, policías que masacraron a inocentes. El lugar tiene una cocina y una máquina expendedora de bebidas. Darko, en esas visitas, dice encontrarse a un padre bromista, de ánimo resuelto.
Donde el mundo ve a un genocida que perpetuó la mayor masacre desde la Segunda Guerra Mundial, la de Srebrenica en 1995, Darko ve a un comandante magnánimo, benévolo con el enemigo. Donde los estudiosos de la guerra de Bosnia ven a un hombre enloquecido por el derramamiento de sangre, él ve a un estadista, incluso a un pacifista obligado a tomar las armas para defender al pueblo serbio de agresiones externas. Donde sus víctimas ven a un monstruo, su hijo ve a un padre amoroso con el que jugaba al backgammon después de la cena.
Mientras Yugoslavia se descomponía en una serie de conflictos étnicos, en el hogar de los Mladic ondeaba la bandera blanca. La escritora y periodista croata Slavenka Drakulic sostiene en su libro No matarían ni a una mosca que el carnicero de los Balcanes mantuvo a su familia al margen de la guerra. ¿Ratko Mladic creó una burbuja de puertas para adentro? “Nunca hablaba de la guerra, eso es cierto. Solo si venía algún invitado. Pero yo pronto, con 22-23 años, formé parte de su equipo de seguridad. Sabía muy bien a qué se dedicaba. Por cierto, nunca he oído hablar de ese libro que cita”.
Hablar de la intimidad de su familia conduce inevitablemente a la trágica historia de su hermana Ana. Su final es plomo fundido en sus vidas. En plena guerra, Ana Mladic se suicidó a los 23 años valiéndose del arma que su padre recibió en la graduación. La prensa serbia ha estado años especulando sobre los motivos. Brillante estudiante de medicina, la carrera que hubiera estudiado su padre si la precariedad no le hubiera empujado a la vida castrense, una de las versiones sostiene que durante un viaje a Moscú conversó con gente fuera de su círculo habitual y leyó revistas que le revelaron la realidad sobre el hombre que más amaba en este mundo: se trataba de un asesino.
Darko lo desmiente. Según la familia, fue asesinada en un complot que urdieron sus enemigos políticos serbios, una versión de la que apenas hay pruebas. “Ella estaba tan orgullosa de nuestro padre como lo estoy yo”, afirma. El propio Ratko Mladic le pidió al forense la bala del suicidio. La guarda todavía en una cajita.
La televisión local acudió al funeral de Ana. Mostró a un padre roto, vestido de luto, la cabeza apoyada sobre el ataúd. En un momento dado se secó las lágrimas con un pañuelo que sostenía la mano izquierda, y fue entonces cuando se le pudo ver el anillo que le había hecho sentirse inmortal en combate, incapaz de sufrir una desgracia.
La racionalidad y capacidad analítica de Darko, aguda en términos generales, queda suspendida cuando de su padre se trata. A su modo de ver, no hubo una limpieza étnica en Srebrenica, pese a los testimonios y las evidencias presentadas por el tribunal. Cree que se trataron de venganzas de serbios armados de los alrededores contra musulmanes después de las escaramuzas que habían tenido tras tres años de asedio en ese enclave montañoso.
-En la defensa de mi padre no negamos que algunos prisioneros de guerra fueron ejecutados.
-¿Cuántos?
-Entre 1.000 y 2.000, como mucho. Es un número muy grande, pero no 8.000. Y no fue una orden de mi padre, no lo fue. Fue una venganza.
Darko no predica en el desierto. Una parte de los serbios, sobre todo los que viven en Bosnia, comparten esta tesis. A menudo, viajando por los Balcanes, aparece la pintada Ratko Mladic, héroe. En privado, algunos diplomáticos y miembros de la sociedad civil, no necesariamente ultranacionalistas, sostienen también que la masacre de Srebrenica está sobredimensionada. La magnitud de las cifras los sitúa instintivamente como los agresores y únicos responsables de lo que ocurrió. El hecho de que Naser Oric, al mando de las fuerzas bosnias, fuera absuelto en la corte internacional refuerza estos planteamientos.
“En Belgrado o en la República Srpska (la entidad serbia de Bosnia) me dicen cosas muy agradables sobre mi padre. Que es víctima de una guerra que no empezamos y alguien tiene que ser culpado por defender a su propia gente”, explica.
Darko tiene tres hijos, de 6, 12 y 17 años. Solo uno de ellos heredará el anillo, pero los tres cargarán con el peso de apellidarse Mladic.
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