Regreso a Srebrenica
Su nombre forma parte ya de la memoria del horror en Europa. Han pasado 21 años y, bajo la aparente placidez de un pueblo de montaña, el recuerdo de los 8.372 musulmanes asesinados por tropas serbias en la guerra de Bosnia lo envenena todo. Ahora, la elección de un serbio como alcalde amenaza con revivir viejos odios entre las dos comunidades.
UNA LÍNEA DE AUTOBUSES anuncia que conecta “Srebrenica con Europa”, pero no es verdad. Llegar hasta aquí es más complejo. Hay que conducir por una carretera de curvas hasta cruzar el Drina, un río que discurre entre montañas escarpadas y cañones serrados a pico para marcar una frontera natural entre Bosnia-Herzegovina y Serbia. De cerca asoma un minarete que parte en dos el horizonte. Salvo eso –bueno, y un par de tugurios y casas de apuestas–, no hay mucho más que ver. En cuatro minutos se cruza Srebrenica de punta a punta. Hostal-supermercado-ayuntamiento-mezquita-iglesia-calle sin luz. Después solo queda girar y volver por el mismo sitio. Es un camino sin salida, un cul de sac.
El destino más probable del lugar sería el de desaparecer algún día, como esos pueblos que se extinguen cuando la construcción de una autopista los deja fuera del mapa. Sin embargo, aquí ocurrió algo horrible que lo mantiene muy vivo. El asesinato de 8.372 varones musulmanes en 1995 por tropas que dirigía el general serbobosnio Ratko Mladic es el suceso sobre el que sigue girando toda la vida del lugar. El episodio ocurrió en el tramo final de la guerra civil que reventó Bosnia por sus costuras (serbias, croatas y bosnio-musulmanas) tras la desmembración de la antigua Yugoslavia.
Este año, la elección por primera vez de un alcalde de origen serbio ha hecho rebrotar viejos odios. Antes de la guerra, Srebrenica era mayoritariamente bosnio-musulmana (el 70%). Tras la matanza, los desplazados por el conflicto y el hecho de que acabara encajada por los acuerdos de paz en la parte serbia de Bosnia, la República Srpska, se ha igualado la proporción entre los 15.000 habitantes de hoy. Todos son de nacionalidad bosnia, pero unos y otros se diferencian hasta cuando van en coche. Los serbios llevan en la parte trasera una pegatina con las siglas PC, iniciales de la República Srpska en cirílico. Los musulmanes, con sentido del humor, lucen una manzana de Apple.
Srebrenica fue vital en la guerra de Yugoslavia. Pese a la mayoría musulmana, los serbios tomaron el control de la ciudad. Un veinteañero con barba de chivo, Naser Oric, emprendió la reconquista a cargo de un Ejército bosnio que, aun pobremente armado, logró recuperarla a los pocos meses. Durante dos años, los combatientes, que compartían un fusil para cada dos, y los civiles hambrientos y sin agua corriente quedaron rodeados, a merced de los bombardeos. Hasta que en julio de 1995 los serbios lograron entrar en la ciudad, declarada por la ONU “zona segura”. Ante la pasividad de unos 400 cascos azules holandeses, mujeres y niños fueron recluidos en una antigua fábrica de baterías, en Potocari, a cinco kilómetros. Unos 15.000 hombres huyeron por el monte. Más de la mitad no regresaron con vida.
En las grandes ciudades como Sarajevo los recuerdos de la guerra permanecen semienterrados. Los bosniacos (bosnios musulmanes), serbios y croatas se divierten en las mismas discotecas, cenan en mesas contiguas de bonitos restaurantes, comparten aficiones como el fútbol o la música y hacen el amor llegado el caso. En las zonas rurales como Srebrenica, en cambio, se puede vivir puerta con puerta con el hombre que mató a tu padre. El conflicto sigue siendo plomo candente. Hay una división absoluta. De un lado, los que quieren honrar a los muertos de la mayor matanza en Europa desde la Segunda Guerra Mundial; del otro, los que quieren negarla y aseguran que aquello nunca ocurrió, que fue un cuento.
EL NUEVO ALCALDE rechaza el término genocidio y defiende que el número oficial de víctimas ha sido exagerado por los musulmanes.
Mladen Grujicic se niega a hablar de genocidio. El nuevo alcalde de Srebrenica, de 34 años, viste traje gris ajustado y camisa blanca. Solo lleva 10 días en el cargo. En la pared desnuda de su despacho todavía se ven los agujeros que han dejado los cuadros de su antecesor, Camil Durakovic, un musulmán que posaba en los retratos acompañado de Ban Ki-moon o Bill Clinton cuando acudieron a honrar a las víctimas del genocidio. Grujicic (4.678 votos frente a los 3.910 de Durakovic) ha triunfado con el argumento contrario, el de minimizar lo ocurrido. Hizo campaña por toda la República Srpska y logró aglutinar el apoyo de importantes políticos nacionales serbios. Durakovic ha enfrentado acusaciones de corrupción y se le echa en cara que no pasara mucho tiempo en el pueblo. Vistos los resultados, no supo movilizar a los suyos, el 55% de la población según el censo de 2013.
Grujicic no se ve como descendiente de los verdugos, más bien de las víctimas. Cuando era adolescente, perdió a su padre en el conflicto. En la campaña ha tirado de retórica ultranacionalista, con un juego de equivalencias entre los bandos enfrentados: “Todos sufrimos en aquellos días”, dice, “sí, fue una locura, nos matamos como animales, sí, eso es cierto, pero tú a mí y yo a ti, al fin y al cabo de eso tratan las guerras, ¿no?”.
–¿Por qué tiene protección policial en su casa?
–La elección fue muy tensa. Unos radicales me amenazaron por teléfono y por Facebook.
–Los musulmanes ven la amenaza en usted, temen que reviente la convivencia.
–Es falso, hay un estereotipo de que un serbio no puede ser alcalde de este pueblo. Voy a trabajar para todo el mundo. De hecho, me votaron muchos musulmanes.
–¿Podría presentarme a alguno?
–No, lo pondría en riesgo. Y no lo admitiría jamás.
–¿Por qué no utiliza la palabra genocidio? Así lo califica el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia.
–Tengo una palabra más exacta: crimen. Igual que lo que les ocurrió a los serbios. Yo presidía una organización de víctimas serbias y descubrimos que hay mucha manipulación con el número de musulmanes muertos.
–¿Pone en duda la cifra de 8.732?
–No fueron tantos, el número está exagerado. Hay gente que figura ahí, pero que murió en otro lugar y la trajeron aquí para abultar, o que incluso están vivos. Te los puedes cruzar por la calle. La lista tiene que ser reescrita, y eso es lo que propondré, una investigación internacional en la que participen los serbios.
–¿Ha visitado alguna vez el Monumento al Genocidio?
–No.
A DJILE OMEROVIC AÚN SE LE ApARECE EN PESADILLAS la jauría de perros que enviaron los serbios a los bosques para dar caza a los huidos.
Ignorarlo tiene mérito. El monumento de tumbas blancas en hilera –hay 6.377 cadáveres identificados– provoca un efecto absorbente sobre el núcleo urbano. Cuando entras a Srebrenica estás obligado a cruzarlo. Si te vas, también. El lugar tiene la grandiosidad y el recogimiento de cementerios como el de Arlington. A menos de un kilómetro hay otro, este serbio, de lápidas negras con retratos de los difuntos a carboncillo, algunos a tamaño natural. Y más allá, en lo alto de una loma, otros dos, ambos de musulmanes sin relación con el genocidio. Esquelas con difuntos recientes inundan las calles principales, que rodean un centro comercial. Las de los musulmanes son verdes, negras las de los serbios ortodoxos.
Aquí los muertos están más presentes que los vivos. A estos hay que buscarlos en los lugares cerrados, porque fuera hace mucho frío. Los clientes del Venera están sentados alrededor de la barra. En la tele echan un partido de Novak Djokovic. Los serbobosnios bostezan con los deportistas de su país, pero se apasionan con los de Serbia. Y el tenista es un pequeño Dios; el compatriota exitoso, sin complejos. Para los convencidos de que su pueblo fue humillado tras la guerra, es el hombre renacido, el que ha venido a poner las cosas en su sitio.
Jovana Jovanovic, de 26 años, acude a diario al Venera. Trabaja al lado, en un local de apuestas. Ocho horas al día con una clientela masculina, envuelta en una nube de humo, que se juega el dinero hasta en corridas de toros. Fisioterapeuta, su empleo actual le aburre solemnemente, pero no hay mucho donde elegir. Los jóvenes acaban por emigrar. Jovanovic planea irse a Alemania en cuanto aprenda el idioma porque por aquí no hay gran cosa que hacer, salvo discutir sobre el pasado. A ella le “aburre” el discurso “victimista” de los musulmanes. Está convencida, al igual que el alcalde, de que hubo una conspiración para juntar cadáveres en todo el territorio, traerlos hasta aquí y hacer creer al mundo el genocidio.
Aleksandar Tanasijevic, de 31 años, nuevo concejal, apura medio litro de cerveza y un cigarrillo. Pertenece a un partido serbio y se va a encargar de infraestructura y empleo para frenar la sangría de jóvenes. Nunca ha ido al Monumento al Genocidio ni piensa ir: “Mi padre fue el primer serbio asesinado en Srebrenica en la guerra y ningún musulmán le ha guardado nunca ningún respeto. Nunca”.
A Milica todos le llaman La Guapa. A sus 27 años, es la nueva secretaria del alcalde. Aunque más sosegada, también minimiza el genocidio: “Qué necesidad hay de usar ese término, somos pobres, centrémonos en mejorar, vivamos en paz, cerremos eso de una vez”. No entiende la importancia que las madres de los muertos le dan a una simple palabra. Pero la tiene. Y mucho.
Durante la guerra civil, el Ejército de la República Srpska (VRS) llegó a ocupar el 70% de Bosnia. Ratko Mladic, que espera sentencia en La Haya por crímenes contra la humanidad, y el entonces presidente de los serbios en el país, Radovan Karadzic, ya condenado a 40 años, están acusados de tramar una limpieza étnica para levantar un Estado exclusivamente serbio. En la nueva Bosnia construida tras los acuerdos de paz de Dayton, los serbios poseen el 49%, y el resto, musulmanes y croatas. El entramado institucional que une estas dos entidades separadas en un mismo país es complejo y a menudo poco operativo. Bosnia, una de las economías más pobres de Europa, sufre un paro del 40%, según la ONU.
Denunciar el genocidio supone para los musulmanes demostrar que los serbios solo han podido construir con sangre su república, un Estado dentro de otro Estado. La limpieza étnica –mezquitas destruidas, pueblos calcinados– funcionó. Los serbios lo niegan con vehemencia porque sería como renunciar a las raíces de su identidad nacional y asumir la condición de culpables. Y eso que la vecina República de Serbia, que durante la guerra apoyó a los serbobosnios, abrió el pasado día 13 el primer juicio contra ocho implicados en las matanzas de Srebrenica.
El lugar es hoy el mejor reflejo de la tensión existencial de Bosnia. A media mañana, una horda de adolescentes ocupa el centro del pueblo. Vienen en autobús desde Sarajevo. Pertenecen a un colegio que los ha traído para enseñarles historia. Son todos musulmanes. En Potocari les pusieron un documental de media hora sobre lo ocurrido en 1995. Los chicos vieron a Mladic entrando con su ejército en Srebrenica. Vieron a Mladic diciéndole a la gente: “¡No os va a pasar nada!”. Vieron a los musulmanes huyendo por el bosque mientras escuchaban a lo lejos voces de soldados serbios: “¡Bajad, no os pasará nada!”. Vieron cómo cinco hombres eran asesinados por la espalda y después enterrados en una fosa que habían cavado ellos mismos. Después de la proyección, los chicos dieron una vuelta por las tumbas del Monumento, donde se hicieron selfies que subieron a Facebook.
–Es tristísimo. Está bien venir porque así nos enteramos de qué pasó –dice Riat, de 14 años.
–Sí, aunque no estamos muy contentos del todo –tercia Osman, compañero de clase.
–¿Por qué? Si estamos aprendiendo mucho –pregunta Ejla, una muchacha menuda que habla muy bien inglés.
–¡Porque el alcalde es un serbio!
Sí, y resulta que es el nuevo jefe de Djile Omerovic, un hombretón de 42 años que enciende un cigarro tras otro. Es el jefe de transportistas del Ayuntamiento. Tenía 17 años cuando empezó la guerra. A su padre lo mató una bomba. Con sus vecinos musulmanes, defendió la villa en la que vivía hasta que el avance serbio fue imparable y se replegó en Srebrenica, el último enclave bosnio. Eran 120 combatientes con 5 fusiles Kaláshnikov y 10 escopetas de caza. En frente, la poderosa artillería de Mladic. Vio decenas de cadáveres, pero ya se han difuminado en su memoria. En cambio, no puede olvidar los perros que soltaban los serbios para localizar a los que se escondían en el bosque. Recuerda agazaparse, fusil en mano, y escuchar los ladridos de la manada. Uno de los perros lo encontró y se fundieron en un abrazo mortal. Omerovic lo apuñaló y la sangre del animal se le metió en la boca. El perro siempre aparece en sus pesadillas.
Omerovic y el resto de musulmanes desaparecieron del pueblo al acabar la guerra. De 1995 a 2000 era territorio serbobosnio. Se comerciaba con dinares. Con el nuevo siglo comenzaron a regresar, muy poco a poco. Los nuevos no eran bien recibidos. No les vendían pan, no podían entrar en los bares. Había controles policiales en la carretera que les obligaban a dar la vuelta. Los antiguos habitantes trataban de recuperar sus casas, sus tierras. Los tribunales internacionales tuvieron que interceder. Algunos campesinos se encontraban por las mañanas con viejas minas aún activas en la puerta de casa. ¿Por qué volvieron? “Muy fácil”, dice Omerovic, “me mataron a mi padre, me arruinaron la vida, encima no les voy a dejar que se queden con mis cosas; este también es mi hogar”.
Sobre las cenizas del genocidio se levantó una Srebrenica diferente. Con ayuda internacional para reconstruirla, como de Holanda, un país que intenta expiar su culpa en los sucesos de 1995. Pero Faruk, un funcionario musulmán, lo tiene claro: “El genocidio hizo su trabajo”. Se refiere a que, de otra manera, nunca hubiera podido ganar las elecciones un serbio. La despedida de Durakovic, el cuarto alcalde musulmán consecutivo hasta que perdió, fue fúnebre. Su segundo cargaba las cajas mientras la ceniza del cigarro le caía encima. Fotos, libros, archivos, unos puros dominicanos. Durakovic dice que se siente de nuevo bajo el yugo de los verdugos, “como si los supervivientes del Holocausto hubieran estado custodiados por la Gestapo tras la liberación”.
Las elecciones han tenido un gran eco en el resto de país por el valor simbólico de Srebrenica. El ministro de Exteriores bosnio, el serbio Igor Crnadak, comenta que los musulmanes no tienen nada que temer, que se acabaron los tiempos de matarse unos a otros: “Lo que debe preocupar a Srebrenica es que no hay empleo, no hay futuro. Miles de personas van allí cada 13 de julio. La carretera se colapsa. ¿Y sabe qué pasa al día siguiente? Que no hay nadie, se han ido. Se olvidan hasta el año siguiente. ¡En la calle solo quedan los perros!”.
No exagera. Al anochecer, una jauría toma el control de las calles. Rebuscan en la basura y salen al encuentro de los pocos viandantes. Los vecinos advierten de que hay que salir con piedras y palos en los paseos nocturnos.
Bratunac, la ciudad más cercana, tiene un aspecto más cosmopolita. Una luz alumbra el bajo de un edificio. Es el santuario de Radojica Filipovic, una serbia que perdió a su marido a manos de los musulmanes. Como los caídos serbios no tienen quien los llore, esta mujer elegante y rubia recopila sus retratos y los cuelga en las paredes con un soporte de madera. Hay 750 fotografías. No tiene la grandeza del monumento musulmán ni lo ha visitado Bill Clinton, pero para Radojica es suficiente.
Llega el momento de irse de Srebrenica. Calle sin luz-iglesia-mezquita-ayuntamiento-supermercado-hostal. No hay otra ruta. En la salida, una mujer con velo regenta un pequeño quiosco donde vende suvenires sobre el genocidio. El viento hace ondear dos camisetas, una que dice “Remember Srebrenica” y otra azul, lisa, con un número estampado: “8.372”.
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