Por qué sufre tanto la Argentina
Los mercados financieros juegan un rol muy destructivo, inflan burbujas, luego las pinchan y siempre ganan
En el mundo, en estos días, hay varios países que sufren.
Por un lado están los emergentes, que debieron devaluar sus monedas por los efectos de la subida de las tasas que pagan los bonos del tesoro norteamericano.
Por otro lado, están los importadores netos de energía, debido al alza del precio del barril de petróleo, que se disparó por el conflicto entre Donald Trump y la República Islámica del Irán.
Luego están los que combinan ambos rasgos: emergentes que importan energía. Deben devaluar sus monedas, importar más petróleo cuya alza presiona los precios hacia arriba.
Finalmente, en la cúspide, en el lugar de quien más sufre, está la Argentina, un país hermoso que, a lo largo de décadas, se hizo sinónimo de cantera de grandes estrellas del fútbol como Messi o Maradona, de figuras de incidencia planetaria como el papa Francisco, de reinas de otros países, como Máxima de Holanda y, ay, de recurrentes y violentas crisis económicas. ¿Qué tiene nuestro país para sufrir tanto y tantas veces?
El ataque que se disparó contra la Argentina estos días obedece a un elemento muy puntual e identificable. La Argentina ha tenido en los últimos años niveles récord de déficit fiscal y comercial. El Gobierno de Mauricio Macri se comprometió a reducir ambos gradualmente en el plazo de algunos años. Para hacerlo requirió de mucha asistencia financiera, se transformó en el país récord en toma de deuda de todo el planeta.
Hasta hace un par de semanas, los funcionarios de Macri explicaban que ello no era un problema serio porque lo que importaba no eran las necesidades financieras coyunturales sino la relación entre la deuda total y el PIB. Esa relación era y es pequeña en comparación con muchos países estables. O sea: no había nada que temer si se hacían los deberes. Ese punto de vista se hizo trizas ante la corrida de estas semanas.
Resulta que a los jóvenes de Wall Street les preocupa tanto el nivel de colesterol en sangre como cualquier aumento repentino del mismo. Y así paga Argentina: el mayor tomador de deuda de los últimos dos años se hunde cuando los prestamistas lo abandonan.
Pero ese, en todo caso, es un fenómeno coyuntural. Hay, en esta dinámica, un elemento cultural decisivo que no se reproduce, al menos en esta dimensión, en ningún otro país.
La moneda argentina es el peso. Sin embargo, los argentinos ahorran en dólares. Eso es consecuencia de una historia de décadas, durante la cual el dólar ha demostrado ser siempre, a la larga, un refugio. Por eso, cuando hay inflación, los argentinos se refugian en el dólar. Y cuando hay déficit de comercio exterior, es decir, que el país necesita dólares para financiar las importaciones, también los argentinos compran dólares porque suponen que su escasez hará subir su precio. Si se mira bien, se trata de una dinámica perversa: como no hay dólares, se compran dólares y entonces sube más el dólar y con eso sube su precio.
En estos días, ese fenómeno hace su contribución a la crisis.
Pero hay más.
En otros países, la devaluación puede tener un costo pero, finalmente, se trata de una herramienta económica que tiende a abaratar la producción local frente a la extranjera y, de esa manera, incrementar el ingreso de divisas a un país. El problema argentino es que los formadores de precios también aman el dólar. Y cuando este se mueve, inmediatamente eso genera inflación. La inflación dispara reclamos sindicales. Y se entra en un círculo donde todos pelean por su tajada y se instala la inestabilidad. Esa inestabilidad genera, una vez más, que cada quien intente hacerse con sus dólares, que así escasean aún más y aumentan su valor para disparar más demanda y así.
Una vez que el fenómeno se gatilla, ya sea por la inflación o por el déficit comercial, es cada vez más difícil lidiar con él.
La Argentina convive desde hace décadas con esa patología. Gobierno tras Gobierno ha intentado curarla. Todos fracasaron. Y cada desilusión alimenta esa reacción defensiva que, a cada vuelta de rosca, se hace más destructiva. Hubo un breve período, entre 2002 y 2006, donde ese problema desapareció por la afluencia masiva de los dólares de exportación, una ventaja secundaria del crecimiento chino. Cuando eso se terminó, Cristina Fernández de Kirchner decidió limitar al máximo la salida de dólares imponiendo un control de importaciones y del mercado de divisas. Salían pocos dólares pero la inversión privada, por eso mismo, caía. Nadie invierte en un país donde las divisas no se pueden sacar.
Macri intentó lo contrario: liberar todos los controles para atraer inversión. No ocurrió, o al menos no ocurrió en las dimensiones necesarias. Entraron dólares financieros a cambio de altas tasas de interés, y generaron una ilusión de bienestar que terminó en estos días, cuando fugan en tropel.
Entonces, los argentinos compran dólares y ocurre lo que ocurre.
El Gobierno necesita frenar rápido la corrida porque existen riesgos aún mayores que la devaluación. En la memoria reciente de los argentinos quedó marcado a fuego el año 2001, la mayor crisis económica de la historia del país. En el final de ese año, el Gobierno decidió que los bancos no devolverían los ahorros de los ciudadanos. No hay ningún motivo contante y sonante para que eso se repita. Pero la psicología es la psicología, se mueve de acuerdo a la memoria, tiene sus reflejos defensivos. La persistencia en el tiempo de la inestabilidad puede disparar conductas muy autodestructivas. Por eso es tan urgente frenar la gangrena, la metástasis o la metáfora médica que a cada uno se le ocurra. El viaje del equipo económico a la sede del FMI intenta calmar esa dinámica.
En todo este proceso, los comportamientos de los mercados financieros juegan un rol muy destructivo. Si la Argentina era un país insolvente, no deberían haberle prestado antes. Si la Argentina era un país solvente, no deberían huir ahora. Sin embargo, antes desparramaban informes pletóricos de optimismo. Ahora, escriben cosas espantosas sobre el mismo país. Y lo único que cambió fue su actitud.
Inflan burbujas.
Luego las pinchan.
Y siempre ganan.
Los que pierden son los otros, los más vulnerables del planeta.
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