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Tribuna
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De vuelta a la plaza (Soacha, Cundinamarca)

Ser político es profanar lugares e irse. Pero los candidatos presidenciales se lo piensan dos veces antes de pisar el municipio de Soacha

Ricardo Silva Romero

Ser político es profanar lugares e irse. Pero los candidatos presidenciales se lo piensan dos veces antes de pisar el municipio de Soacha. Soacha fue civilizado antes de la Historia –cuenta la leyenda– por un rubio de barba llamado Bochica. Fue un pequeño pueblo por tres siglos, a salvo entre los cerros y los ríos, hasta que la Bogotá del siglo XX la convirtió sin piedad en una de sus zonas industriales. En 1989, cuando su población llegó a ser de 150.000 habitantes, un par de sicarios asesinaron en la plaza central al candidato liberal que iba a ser presidente: Luis Carlos Galán. En 2008, cuando ya se contaban 450.000 residentes, miembros del ejército –animados por una directiva ministerial que ofrecía 1.900 dólares por guerrillero o paramilitar muerto– ejecutaron a 19 jóvenes del pueblo y los hicieron pasar por caídos en combate.

Cuando aún era un gran senador, el candidato presidencial Gustavo Petro denunció al Gobierno uribista por aquellas ejecuciones extrajudiciales llamadas “falsos positivos”. El domingo pasado, para probar el fervor que despierta su candidatura, se tomó la plaza de Soacha con el propósito de reivindicar a las familias de los inocentes ejecutados por 3.800.000 pesos de la época, de repetir que “lo que pasó con Galán no debe pasar más” e insistir en que Soacha no es el lugar sin límites al que se refiere con desprecio el alcalde bogotano Enrique Peñalosa: Peñalosa, que lanza una frase grotesca cada semana, dijo el jueves estar en desacuerdo con que Soacha se fusione con Bogotá con las palabras “a mí no me van a dar solo el hueso”.

Petro, consciente de que su voz reúne a millones que esperan una transformación social que se ha dado con cuentagotas, pero notificado, por los resultados de las elecciones legislativas, de que tiende a alinear a una mayoría que le teme a su figura como si encarnara el desmadre –como si siguiera siendo ese alcalde de Bogotá, elogioso del chavismo, que llegó y se fue con el 33% de los votos–, no solo insistió la semana pasada en una alianza con los candidatos presidenciales que se resisten a una trasnochada y peligrosa polarización entre derecha e izquierda, sino que permitió que su visita a Soacha fuera anunciada en un afiche en el que podía leerse la frase escalofriante e indignante “Galán Vive”.

Quizás Petro esté a tiempo de salirse de ese juego perdido e inútil: petrismo versus uribismo. Quizás dejaría callados a los críticos de su narcisismo convirtiéndose en el jefe de debate de otro progresista. Pero tomarse la figura de Luis Carlos Galán en Soacha –El Espectador asegura que además le ofreció la vicepresidencia al hijo mayor del líder asesinado– no le sirvió para verse mucho más liberal que marxista, que lo es, sino para que el hijo menor de Galán –un senador partidario de la candidatura de Germán Vargas Lleras– saliera a criticarlo con firmeza en su cuenta de Twitter por apelar al populismo, por desconocer las instituciones, por ser ambiguo ante “el quiebre democrático en Venezuela”.

Mario Vargas Llosa ha llamado a Petro “un demagogo peligroso” –pero bueno: a quién no– en un foro de los suyos. Y él, Petro, en busca del liberalismo perdido, y consciente de lo que significa la gigantesca votación que convirtió en senador al independiente Antanas Mockus, ha seguido trayendo a Galán y a otros fantasmas liberales a la memoria y ha nombrado como fórmula vicepresidencial a la mockusiana Ángela María Robledo. En aquella plaza le fue bien, pero es tiempo de que piense –y con él los demás candidatos progresistas– qué significa que en las pasadas elecciones haya ganado el uribismo en ese lugar asolado durante el uribismo. No es que la mayoría sea ciega. Es que está viendo otra cosa.

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