Unión y desunión feminista
Un año después de que la Marcha de las Mujeres en Estados Unidos aglutinara a la oposición a Trump, afloran tensiones y grietas
Un día después de la toma de posesión de Donald Trump como presidente de Estados Unidos, la llamada Marcha de las Mujeres logró un hito histórico, el 21 de enero de 2017. Aquel día, una marea de gorros de lana rosa con dos picos —los pussyhats, símbolo de rechazo a los comentarios de Trump sobre su irrefrenable costumbre de agarrar los genitales de mujeres, grabados en un vídeo que se hizo público en la recta final de la campaña— inundó las calles y logró arrastrar a todo el frente contrario al nuevo presidente. Trump no solo había ganado, en contra de lo que vaticinaban las encuestas, a la primera candidata a la presidencia de EE UU, sino que además representaba el peor machismo abusivo. Clinton había obtenido dos millones más de votos que su contrincante, pero no ganó y el 53% de electoras blancas apoyaron a Trump, frente a un escaso 6% de mujeres negras. No era momento de lamentarse, había que unirse. La corriente feminista se colocó a la cabeza de la manifestación, literalmente, y se convirtió en baluarte de resistencia.
Ocho meses después se destaparon en la prensa casos de abuso sexual en la industria del cine, de los medios y del arte que hicieron caer a figuras hasta entonces todopoderosas como el productor Harvey Weinstein o el periodista Charlie Rose. Puede que Trump abusador-in-chief siguiera ocupando la Casa Blanca, pero había llegado la hora de la denuncia, el fin de la impunidad. Arrancó entonces lo que la escritora Rebecca Traister bautizó como el reckoning, el momento de reflexionar y de lidiar con los abusos. Los titulares daban cuenta de nuevos casos, nuevos despidos, nuevos escarnios, y los teléfonos de Traister, y de muchas otras, sonaban. Al otro lado, colegas y amigos preguntaban si ellas pensaban que habían sido insensibles ante posibles acosos, o si lo ocurrido en una fiesta de empresa era abuso. Las mujeres hacían su propio repaso; y todos vaticinaban que el “retroceso”, el contragolpe, no tardaría en llegar. Ya no se hablaba de abuso o acoso, sino de misconduct o mala conducta sexual. Las líneas empezaban a emborronarse.
La reflexión y la autocrítica son señas de identidad del feminismo y lo que sucede ahora en EE UU sigue en línea con esta tradición
Al cumplirse un año de la Marcha de las Mujeres su poder aglutinador y contestatario parece haber mermado. Hay voces que señalan que si el frente anti-Trump se enfoca en la batalla del #Metoo se perderán las próximas elecciones; y quienes consideran que el clima se asemeja al de una caza de brujas; también quienes, como la controvertida ensayista Katie Roiphe, denuncian el daño del “feminismo de Twitter”, y cómo se está ahogando un importante y trascendental debate.
Como apunta en una entrevista Karen Offen, historiadora del centro de investigaciones de género de la Universidad de Stanford, “las reivindicaciones feministas son principalmente políticas porque reclaman un cambio en una situación determinada; y surgen con frecuencia en tiempos de inestabilidad”. El potente y liberador #Metoo es parte de esto, pero afloran grietas y tensiones (generacionales, pero no solo). La reflexión y la autocrítica son señas de identidad del feminismo y lo que sucede ahora en EE UU sigue en línea con esta tradición. Pero ¿qué ha ocurrido?
Si la primera ola feminista a principios del siglo XX se centró en reivindicar los derechos al voto y a la propiedad de las mujeres; la segunda ola, desde los años sesenta, amplió el frente a la conquista del espacio laboral, a la creación de estudios universitarios sobre la historia de las mujeres, a reclamar derechos reproductivos, a la legalización del aborto, a la defensa de las mujeres frente al maltrato. El regreso de la mujer al ámbito doméstico y suburbial, atrapada en estereotipos y huecas expectativas, había sido expuesto por Betty Friedan en La mística de la feminidad, libro que se alzó con el premio Pulitzer en 1964. Frente a ella y a Gloria Steinem, representantes del feminismo liberal, se alzaron las voces más radicales de Casey Hayden o Mary King, desencantadas con los movimientos progresistas de izquierda en los que veían reproducidos los mismos patrones patriarcales que marginaban a las mujeres.
La ensayista Katie Roiphe denuncia el daño que causa el 'feminismo de Twitter' y cómo está ahogando un importante debate
En los ochenta llegaron las llamadas guerras de sexo y las luchas internas, también la denuncia de que las liberales feministas hablaban solo de la experiencia de mujeres blancas de clase media, ajenas a otras batallas políticas y raciales. La segunda ola pasó, pero dejó importantes semillas. En los noventa, con las guitarras punk de las Riot Grrrl arreciando y la denuncia de acoso sexual de Anita Hill al juez Clarence Thomas, la escritora Rebecca Walker, hija de una pareja mixta que luchó a favor de los derechos civiles, proclamó la tercera ola, más inclusiva y consciente de la interseccionalidad —o suma de factores como clase y raza— que condiciona a las mujeres.
En el siglo XXI, tras el desembarco del “feminismo pop” como exitosa marca comercial —reclamo dirigido a los bolsillos de jóvenes empoderadas—, y los consejos con un tono de autoayuda de Sheryl Sandberg, número dos de Facebook, para obtener reconocimiento en el trabajo, ha llegado el huracán del #Metoo. Arrastra el eco de las polémicas que suscitaron en los noventa las medidas que se tomaron en los campus universitarios para frenar violaciones y abusos. “Lo que no acaban de entender los que no lo han sentido es cómo de profunda es la rabia que provoca la desigualdad una vez que se es consciente de ella, cuán amplia puede ser y, sí, cuán implacable”, ha apuntado la veterana feminista, escritora y crítica Vivian Gornick. “Pero medio siglo de insuficientes avances en el plano de la depredación sexual llena ahora de sangre sus cabezas y les lleva a atacar la ubicuidad del abuso, apuntando a hombres a la izquierda y a la derecha con acusaciones que incluyen actos de verdadera maldad y, también, de vulgar insensibilidad. Como James Baldwin habría dicho, la gente oprimida no acaba siempre despertando convertida en santa; con más frecuencia, despierta como asesina”.
Las primeras dudas sobre la dirección que estaba tomando #Metoo llegaron caundo el senador demócrata y antiguo cómico Al Franken se vio forzado a dimitir
Las tácticas en la lucha para alcanzar la igualdad han estado sujetas a constantes revisiones. Gilles Lipovetsky escribía a finales de los noventa en La tercera mujer sobre la fuerza tradicional del feminismo estadounidense: "El hecho de que los derechos políticos de la mujer se impusieran mucho antes que en Francia se explica, al menos en parte, por el reconocimiento de los intereses particulares, por una tradición utilitarista que concibe los derechos de la mujer menos como derechos universales que como los de un grupo específico". Para el pensador francés, "la sexual correctness contemporánea no expresa tanto la obsesión secular con el sexo como la exacerbación de las pasiones modernas de la igualdad".
Hoy, en el campo académico hay corrientes que ponen en duda la categoría de mujer y el principio mismo del género al considerarlo una mera construcción social, pero la batalla social y política de las mujeres no se ha detenido. La tensión y el debate tampoco. Sirva como ejemplo la actual polémica y las preguntas en torno a una lista, un documento de Google anónimo, titulado Shitty Men in the Media (hombres de mierda en los medios), que empezó a circular por Internet tras el caso Weinstein. En pocas horas fueron añadiéndose nombres y acusaciones que iban desde violaciones hasta “almuerzos raros”, pasando por el quid pro quo (favores sexuales a cambio de publicar) o la tendencia mandar babosos mensajes privados en Twitter. El documento fue difundido por Reddit, luego retirado, descrito en varios artículos. Provocó dimisiones y despidos en publicaciones como The New Yorker, Vox y The Paris Review.
En enero, el rumor de que Harper’s sacaría un artículo sobre #Metoo en el que se desvelaría el nombre de la creadora de la lista impulsó una dura campaña que azuzaba a anunciantes y a escritores a retirar artículos (que serían pagados al doble del precio original) de la revista. La autora del documento, Moira Donegan, optó por adelantarse y revelar su identidad. Finalmente, hace una semana, salió en Harper’s la nota de Katie Roiphe que denuncia la campaña de silencio que, paradójicamente, ella considera que es resultado del #Metoo, y describe cómo hay mujeres que temen represalias por desviarse públicamente de la línea más ortodoxa y expresar matices o disensiones.
Roiphe carga las tintas, pero sus dudas y preguntas no son nuevas, ni siquiera para un movimiento tan reciente como #Metoo. El primer asomo de debate llegó cuando el senador demócrata Al Franken era empujado a dimitir desde las filas de su partido por una acusación que partía de una foto tomada, cuando trabajaba como cómico, en la que fingía tocar los senos de una colega mientras ella dormía. En enero, el temido “contragolpe” pareció llegar: las acusaciones sobre la conducta del comediante Aziz Ansari en una cita romántica toparon con la airada respuesta de veteranas feministas que alertaban sobre la victimización de las mujeres. “Si la pregunta es si #Metoo ha ido demasiado lejos o se ha quedado corto, la respuesta es sí, a las dos cosas”, ha escrito la académica Laura Kipnis, que habla de la necesaria diferenciación entre el movimiento base de denuncia y la reacción institucional de empleadores que tratan de salvar la cara.
A las elecciones de medio mandato del próximo noviembre concurrirá un número récord de candidatas demócratas, con un incremento que se estima que será del 350%. Se habla de un Pink Wave u ola rosa. Queda por ver la dirección que tomará el tsunami.
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