Betty Friedan, filósofa, ideóloga y periodista
Autora de 'La mística de la feminidad' y pionera en la defensa de los derechos de la mujer
En 1921 se acababa de ganar la Gran Guerra y la otra Grande, la Depresión, todavía no asomaba las orejas. Betty tenía una madre algo periodista que se había casado con un buen joyero y atendía a sus hijos. Su vida estaba asegurada. Crecería en agrado y bondad para encontrar un novio afín y dar continuidad, bajo otro apellido, a la familia. Sería una excelente señora apreciada por toda la comunidad. Bueno, no todo era tan idílico. La familia era judía y sus abuelos escaparon de la Europa antisemita. Pero se habían labrado una posición. Vendían anillos de boda, relojes patrimoniales, porcelana y plata en una "especie de Tiffany's del Medio Oeste". La primera hija de tres podía aspirar a más. ¿A más de qué? A más de lo mismo. Si llega a ser un chico se habría dicho de ella, porque es tópico que se reparte con magnanimidad, que era uno de esos niños judíos extraordinariamente inteligentes. Pero no era un niño. Tenía otra plantilla vital asignada.
La verdad es que cumplió poca parte de ese programa; únicamente lo de cambiarse el nombre. Pasó de Goldstein a Friedan. Este apellido, de su marido, lo conservó la vida entera. A su donante, periodista también, de 22 años, lo que no es poca cosa en los turbulentos sesenta, si se tiene en cuenta además que solía levantarle la mano. Una niña muy lectora, "con un gran sentido de la justicia" que salió de Peoria para estudiar en la universidad y sólo volvió de visita. Pero se suponía entonces que las jóvenes estudiaban, sin demasiado empeño, para dar un lustre a su posición verdadera, esposas y madres.
Esto, el sufragismo nunca lo había aceptado del todo, pero jamás tampoco lo había desmentido, por si las moscas. Las jóvenes talentos que estudiaron durante la Segunda Guerra iban rodando en un vehículo del que no conocían el alcance: de casa al colegio, del colegio a la universidad y de la universidad... a casa. A su casa; a cuidar a los suyos y ocuparse de la carrera profesional de su marido; a estar guapas y presentables; a ser expertas intendentes de cocinas de ensueño. Y, sobre todo, contentas. Todas con Doris Day por modelo y santa patrona.
Con estos mimbres, la vida en los cincuenta se volvió muy mentirosa. Cuando estas chicas se casaban, los jefes las ponían en la calle; sus maridos no eran todos Rock Hudson (a decir verdad ni siquiera el propio Rock Hudson lo era tampoco), y las reuniones para practicar el ensamblado de tupes y la compra perfecta de cosméticos Avon acababan por deprimirlas. Cocina, niños y cepillado diario y prolijo de pelo acababan por llenar los hospitales de enfermas antes no conocidas. Tenían "un malestar", que las familias no entendían y los médicos trataban a su buen entender. Era el malestar que no tiene nombre.
Friedan, que había querido escapar, marchando de Peoria, de lo que por el entonces llamaba Beauvoir "un destino fangoso", decidió estudiar el síndrome. Sus conclusiones recibieron el Putlizer y se llamaron La mística de la feminidad. La primera edición tuvo 3.000 ejemplares; con el tiempo alcanzaría los tres millones. Es el libro de cabecera de la Tercera Ola del Feminismo. Lo escribió porque tuvo que agrandar un artículo, del mismo tema, "el problema que no tiene nombre", que ninguna revista quiso. Éste y El segundo sexo, de Beauvoir, al que hereda y pasa a la práctica, son imprescindibles para entender el mundo en que vivimos y su novedad más radical: la libertad y expectativas nuevas de las mujeres, la agenda y la democracia feminista.
¿Qué hubiera pasado si Friedan se hubiese quedado en Peoria? Es un riesgo afirmarlo, pero los grandes procesos sociales no se pueden parar, ni siquiera con maniobras tan poderosas y orquestadas como la mística. Otra joven madre, igualmente aguda, perspicaz y enfadada lo habría pensado y puesto negro sobre blanco. Porque no se puede condenar al talento. Ésa otra enseñanza la difundió, sin embargo, Friedan cuando tocaba ya las costas de la vejez, en su genial La fuente de la edad. Ésa es otra historia. Pero por ambas, gracias, Betty; todas salimos contigo un poco aquel día, cuando escapaste de Peoria, aunque no notaras entonces que nos llevabas contigo.
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