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Tribuna
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El linchamiento de la semana (Armenia, Quindío)

Colombia ha vivido harta de esta violencia, pero no ha conseguido dejar de cometerla

Ricardo Silva Romero

Se supone que estamos hartos de esta violencia. Parecemos hastiados de esta capacidad para la atrocidad cada vez que matan a un líder social en alguna población que le queda lejos al Estado, cada vez que una figura de la derecha promete la guerra para subir un punto en las encuestas, cada vez que el trastornado ELN, el grupo guerrillero que negocia la paz con el Gobierno en una lengua que nadie más habla, comete un ataque terrorista peor que el anterior como exigiéndole a la sociedad colombiana que no se haga ilusiones, que sepa que esto va a ser lo que ha sido hasta que ellos quieran y se resigne a ese lodazal de niños reclutados y mujeres violadas y muchachos amputados. Se supone que nos repugna lo que ha pasado aquí. Solemos gritar “basta ya: no más”.

Pero la multitud que el viernes pasado estuvo a punto de linchar a Timochenko, el exguerrillero convertido en candidato presidencial luego de los acuerdos de paz con las Farc, no era otro ejército financiado por la droga, sino un país que aún no consigue volver de la violencia al simbolismo y sigue pensando que no se llama “violencia”, sino “sanción social”, cuando es uno el que la comete. Fue en Armenia, en el departamento de Quindío, en donde sucedió: un grupo de ciudadanos estaban protestando fuera de una emisora donde era entrevistado el excomandante, y ejercían su derecho a rechazar a un hombre que empobreció y acorraló y violentó aún más a esta sociedad sin respiros, pero hubo un momento en el que protestar dejó de parecerles suficiente.

Hubo que llamar al escuadrón antidisturbios de la Policía, que suele producir imágenes desbocadas de dictadura, porque los guardaespaldas de Timochenko no iban a poder solos con el huracán que quería lincharlo frente a las cámaras de los teléfonos: “¡asesino!, “¡genocida!”, le gritaban.

En Colombia se ha tejido una tradición macabra desde el siglo XX, la tradición de temer o deshonrar o matar a los líderes de la izquierda con la excusa de los desmanes de las guerrillas y bajo la premisa de que el país sería un infierno si ellos llegaran al Gobierno –y así, para gritar “¡silencio!”, fueron asesinados a fines de siglo los candidatos presidenciales Jaime Pardo, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro–, pero se supone que hoy nos une estar hartos de esta violencia. Y sin embargo, quizás porque no estamos hartos de “esa” o de “aquella” violencia –sólo de “esta”–, los manifestantes de Armenia se convirtieron en vengadores que querían destrozar la camioneta blindada de Timochenko, y no parecían ser víctimas del guerrillero convertido en político, sino justicieros de turno nomás.

Según las cuatro encuestas de la semana pasada, Cifras y Conceptos, Guarumo, Invamer y Yanhaas, no hay la menor posibilidad de que Timochenko llegue a ser presidente de Colombia. Según los sondeos que digo, nada está claro en las presidenciales de mayo salvo la derrota del excomandante de las Farc y la popularidad del líder de izquierda Gustavo Petro. Habría que leer las cifras con cuidado para notar que el voto en blanco y la indecisión siguen encabezando la lista, y para recordar que puntear las encuestas a cuatro meses de las elecciones es ser un ciclista que se ha fugado al comienzo de la etapa, pero la gente azuzada no confía en la ley ni en la democracia. Y entonces cada día se habla más del miedo a Petro. Y así, provocados por un puñado de populistas desesperados e inescrupulosos que juran pacificación desde la derecha, los incautos acaban convertidos en verdugos.

Colombia ha vivido harta de esta violencia, pero no ha conseguido dejar de cometerla; ha tenido buena memoria, pero sólo para el horror que cumplen los demás: estas son las elecciones para pasar del linchamiento al abucheo.

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