Tabletas en el vertedero
Un proyecto español de educación digital lleva la tecnología a los colegios más desfavorecidos de Kenia
A sus doce años, cuando Asmahan mira el cielo no es el cielo lo que ve. Ni ve la densa nube de humo tóxico sobre el mayor vertedero de África a los pies de su colegio. Ni a las decenas de buitres que sobrevuelan el patio donde juega con sus compañeros. A sus doce años, cuando Asmahan mira al cielo ve el futuro. Imagina un mundo que no conoce. Y a sí misma volando. No como los personajes de los cuentos que tanto le gusta leer en la biblioteca de la escuela de St. John en Korogocho, uno de los peores guetos de Nairobi. Asmahan se imagina pilotando un avión que la lleve a conocer países que ahora solo puede ver en los libros.
Asmahan estudia en el colegio que los combonianos tienen en este suburbio levantado sobre una montaña de basura. Es musulmana, pero los misioneros aceptan a todos los niños que pueden sin que les importe su fe. “¿Cómo decidir quién necesita venir aquí cuando todos lo necesitan realmente?”, se pregunta el padre Frederick Sway, uno de los responsables del proyecto en la capital de Kenia.
“¿Cómo decidir quién necesita venir aquí cuando todos lo necesitan realmente?”
Al otro lado de las verjas de la escuela, se alza como un volcán en ebullición el vertedero. Según un informe de la ONU de 2007, la mitad de los niños de Korogocho sufre enfermedades respiratorias por la acumulación de metales pesados y toxinas en el ambiente. El humo cristaliza en la garganta con cada respiración. Los combonianos llevan hace diez años pidiendo el traslado de la montaña maldita que cada día recibe más de 2.500 toneladas de desperdicios. El vertedero es la condena y la perversa bendición de este lugar. Las familias pagan a las mafias para poder recoger basura que luego limpiarán y venderán en los puestos de la calle, en tenderetes improvisados fuera y dentro del gueto. Dice Asmahan que sus padres no se atreven a ir porque es peligroso. Y peligroso aquí quiere decir mortal.
La vida vale menos que un pedazo de basura en Korogocho. El camino a la escuela puede ser el último en el laberinto de chabolas sin ley. Y, sin embargo, Asmahan va sola cada mañana con su hermana. “Nos acompañó mi madre el primer día”, dice tímida con un inglés correcto hasta el extremo. Cuenta que tardan solo seis minutos hasta St. John. Las niñas que viven más lejos tienen que ir en grupo para evitar ser violadas. Por eso Asmahan considera que tiene suerte. Por eso y por estudiar aquí.
La vida vale menos que un pedazo de basura en Korogocho. El camino a la escuela puede ser el último.
Los 750 alumnos de St. John se sienten extrañamente privilegiados en medio de la miseria del que no tiene nada: su escuela puede presumir de las notas más altas en el examen nacional. Los profesores enseñan con orgullo las listas oficiales que empapelan el despacho del jefe de estudios. No es de extrañar que, cada año, 200 niños se queden en lista de espera. Por menos de 18 euros cada tres meses tienen comida, educación y una esperanza. La cuota se perdona a las familias que no pueden pagar, que son cuatro de cada diez. Lo cuenta el padre Maurizio, responsable de St. John, un milanés curtido que tras años en los peores suburbios de Chicago vino a África a hacer lo que mejor sabe: enseñar a los chavales que la educación puede hacer su vida mejor. “Tenemos credibilidad en las calles”, dice. Tanta como para ser el único blanco que se atreve a pasearse por aquí.
Hay otra razón por la que a Asmahan le gusta St. John. Desde hace un año la escuela utiliza tabletas digitales para las clases. Su llegada fue una revolución: los niños se agolpaban en la puerta de las aulas donde los compañeros las estrenaban para ser testigos de la novedad. “Los teléfonos grandes”, las llamaban. Ahora suelen decir que van a clase de ProFuturo, el proyecto español creado por Fundación Telefónica y Fundación bancaria La Caixa que las pone a su disposición. Muchos no tienen muy claro qué es eso de España, aunque algunos de los chicos sí que recitan de memoria la alineación del Barça o del Madrid. Lo que sí saben es que los 35 minutos que pasan con las tabletas son los mejores de la semana.
“Han mejorado mucho desde que tenemos este sistema”, comenta Justus Nyongesa, el profesor de matemáticas de Asmahan. “Ella es una alumna muy buena. Muy lista. Que no se entere nadie, pero es la mejor de la clase”, y Justus le guiña un ojo cómplice a la niña que sonríe mirando al suelo como si no quisiera escuchar el halago. Se sorprende Asmahan cuando se entera que en la tableta hay juegos con los que se puede simular pilotar un avión. Abre sus ojos que parecían no poder ser más grandes y retiene una exclamación. “Las tabletas no están para jugar”, puntualiza Justus, “están para aprender, pero los niños se lo toman como un juego y les resulta más fácil recordar lo que estudian. Lo mejor es que pueden saber en el momento si han respondido bien o mal”. Lo que puede parecer una obviedad es un avance en un sistema educativo en el que los alumnos no obtienen calificación inmediata por sus pruebas: no saben si han contestado correctamente y eso lastra su aprendizaje. El programa de primaria de ProFuturo está especialmente diseñado siguiendo los criterios de la Unesco. Las lecciones están en inglés, pero los colegios pueden incluir contenidos en otras lenguas, como el suajili.
Justus también está encantado con el nuevo sistema porque alimenta la creatividad de unos niños que en su día a día tienen como único horizonte la inmensidad de un océano de hojalata. Pero se lamenta el profesor de que aún tienen pocos dispositivos: 130 para 750 alumnos. Y pocos contenidos: los chavales aprenden tan rápido que serían necesarias más lecciones. “Por favor, decid que a los niños les vendría muy bien”, repite el maestro confiado en que se escuche su petición.
Recuerda Asmahan que la primera clase fue solo para aprender a encender la tableta y a identificarse con su clave. Aquello ya le pareció una fiesta. “Exciting”, dice en voz queda alargando mucho la primera i. Después se dio cuenta de que se le daba bien. “No es difícil”, dice, “y me gusta mucho ver que acierto las preguntas”. Cuando acaba el colegio, Asmahan y sus compañeros van a la biblioteca. En sus casas, chabolas hacinadas, sin espacio y sin luz, es imposible hacer los deberes del día. La pequeña aprovecha para leer libros de historia. Es su otra manera de comprender ese mundo que tanto anhela conocer. “Es importante conocer el pasado”, dice a sus doce años con una madurez apabullante. Antes de que caiga el sol, vuelve a recorrer los seis minutos que la separan del lugar en el que vive. Allí ayuda a su madre con las tareas de la casa. “Si nos queda tiempo, mi hermana y yo jugamos. A veces como algo antes de irme a la cama”. A veces. Y al día siguiente se levanta para ir a colegio bajo la nube de humo tóxico. Esa que ya ni ve cuando mira al cielo para soñar.
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