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Tribuna
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La tragicomedia de las estatuas (Balneario Hurtado, Valledupar)

Colombia está repleta de esculturas como fantasmas de su Historia

Ricardo Silva Romero

Cuando uno se muera, luego, claro, de haber cometido lo que cometió, lo mejor va a ser no volver por estos lados. Habrá que visitar a la familia: cómo no. Pero, de resto, para qué enterarse de lo que acabó haciéndose con lo que uno hizo. Sería como pasarse la eternidad defendiendo, aclarando, poniéndoles pies de página a los textos que se publicó. Sería como volver para ver qué están haciendo con la estatua de uno si uno fue en vida un discutible “líder de la sociedad”. Qué ignorantes la están ignorando. Qué palomas se le están cagando encima. Qué borrachos risueños la están humillando como han estado humillando a la estatua del difunto vallenatero Diomedes Díaz (“la herida que siempre llevo en el alma no cicatriza / inevitable me marca la pena, que es infinita…”, cantó) en el Balneario Hurtado de Valledupar.

Por estos días se ha vuelto un problema colombiano, colombianísimo, esa estatua sonriente y dorada a unos pasos del cantado río Guatapurí. En las omnipotentes redes sociales, dónde más, un par de descendientes del llamado “Cacique de La Junta” –que antes de morir alcanzó a reconocer 28 hijos y sigue siendo un ídolo de masas controversial y mirado de reojo– les exigieron respeto a los muchachos que se toman fotos burlescas en el monumento como si estuvieran vengándose de los publicitados desmanes de macho del cantante vallenato. El alcalde de Valledupar amenazó con “sanciones ejemplarizantes” a los irrespetuosos, desde su cuenta de Twitter, bajo un collage de las fotos “obscenas” que terminó siendo un meme. Y todo acabó en el siguiente titular: “Indignación por protección de policías a estatua de Diomedes Díaz”.

Y, en la siguiente foto, un par de policías protegen aquella figura icónica de sus vándalos en un país en el que pueden matar a cualquiera.

Colombia está repleta de estatuas como fantasmas de su Historia: estatuas de cristos, de conquistadores, de mártires, de libertadores, de gramáticos, de presidentes, de poetas. Y, como nadie se los presenta a nadie, como nadie sabe quiénes son, es común que terminen volviéndose un chivo expiatorio de estos países mal hechos, una pera de boxeo de la irreverencia, un muñeco de Año Viejo para siempre: nunca he visto una estatua más ultrajada, más vejada, que aquella estatua del geógrafo Américo Vespucio, en Bogotá, que puede amanecer con un par de calzoncillos en la cabeza. Pero ya que últimamente han estado haciéndoles monumentos a los ídolos populares, desde “el Jardinerito” Herrera hasta “el Pibe” Valderrama, desde “el Cacique” Díaz hasta “el Centurión” Arroyo, mucha gente parece estarse tomando a pecho las afrentas.

Si andan por ahí diciendo que “lo que es con esas estatuas es conmigo” es porque esos sí son sus ídolos. Y son sus ídolos porque los logros de esos muertos y esos vivos sí son verificables. Hace poco se armó un escándalo de santiguadores patrioteros cuando un turista se montó empeloto sobre “La Gorda Gertrudis”, la escultura de Fernando Botero en la plaza Santo Domingo de Cartagena, como domando el patrimonio de la ciudad vieja. Podría haber sido peor. Podría haber sido la defensa de los símbolos nacionales. Podría haber sido la reivindicación violenta de algún victimario que un día amaneció graduado de prócer. Pero pasar del chovinismo al fetichismo no parece suficiente: sigue hacer monumentos en vida.

Ser colombiano no ha sido prevenir, sino curar, lamentar, llorar sobre la leche derramada. Y sería una plegaria atendida que todos estos debates sobre la paz derrotaran nuestra cultura de la muerte y recobraran nuestra vocación a la vida.

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Quién sabe si a mí me toque. Pero la idea es que el fantasma de uno no tenga que volver por estos lados porque ha muerto de viejo.

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