Regeneración, refundación, restauración (Ministerio del Interior)
No es poco que Santos se encuentre cara a cara con Timochenko: la tradición colombiana ha sido darles la espalda a los guerrilleros que se desarman
Hay días como del odio de Dios en los que se ve claro el problema de Colombia. El viernes pasado, en plena conmemoración del primer año de la paz con la guerrilla, el presidente de la República se reunió con el jefe de las antiguas Farc en el Ministerio del Interior –en el centro de Bogotá– para decirse la verdad sobre lo que ha estado pasando con la implementación del acuerdo, para hablar de los saboteos en el Congreso, de las correcciones en la Corte Constitucional, de los reveses de fortuna en las regiones ajenas al Estado, de las innegables señales de que, a pesar de las coletazos de esta violencia de medio siglo y de las trampas de la “Guerra contra las drogas”, existe la posibilidad de librarnos por fin de la política armada: no es poco erradicar 46.000 hectáreas de cultivos ilícitos, librar a 175 municipios de minas antipersonal, tener 10.733 excombatientes en el camino a la reincorporación a esta sociedad movediza.
No es poco que Santos se encuentre cara a cara con Timochenko: la tradición colombiana ha sido darles la espalda, como estafándolos, a los guerrilleros que se desarman y se atreven a regresar a este país en mora de serlo. No es poco que se vea con él en el ministerio de la política: sí, esto sigue siendo un problema de orden público, y sin embargo es, sobre todo, un drama social escrito por nosotros mismos.
Pero estoy hablando de aquellos días agobiantes que resumen lo que ha estado pasando por acá. Y el viernes 24 de noviembre, mientras el pueblo colombiano asumía el llamado “Black Friday” como entrando a la religión de los que piensan que gastar menos no es gastar, mientras se revelaba el informe sobre la violencia sexual en el conflicto armado del país y el jefe de las Farc se reunía con el jefe del Estado para proteger su pacto de paz, los expresidentes Pastrana y Uribe, que en el pasado llegaron incluso a echarse la culpa de la violencia colombiana, presentaron en las redes sociales su “Alianza para la reconstrucción de Colombia”: un documento cínico viniendo de las cabezas de aquellos dos gobiernos que persiguieron en vano esta misma paz y que dejaron el 70 por ciento de las víctimas del conflicto –5.827.898 colombianos–, pero un documento digno de estudio.
Por un lado, la palabreja “reconstrucción” no sólo recuerda experimentos tan costosos para el país como la larguísima “Regeneración” que de 1886 a 1930 nos dejó en el borde de la violencia o la patética “Refundación de la patria” que hizo de este lugar un infierno en los años noventa del siglo pasado. Por otra parte, la carta de los dos expresidentes, que en el comienzo de sus carreras políticas presumieron de modernos y de liberales, y ya no, es la carta de un par de viejos que llaman a “una gran alianza de centro” para –ahora sí– erradicar la corrupción, recobrar la justicia, rebajar los impuestos, reivindicar la familia y empequeñecer a un Estado que de por sí ha sido incapaz de llegar a todas partes: es la carta de un par de rivales con el sol en las espaldas –y una ideología en común: el poder por el poder– que prometen que su candidato a la presidencia reversará y varará y a aviejará a Colombia.
Hay viernes que parecen lunes: días que nos preguntan si queremos un Estado fuerte que reconozca su parte en la violencia y se juegue sus restos por la inclusión y se atreva a tomarse el mapa de Colombia. O si más bien volvemos a un Estado práctico que jure por Dios que lo suyo es la defensa de la gente y se juegue sus restos por los negocios y se dedique a explotar y a agotar esta tierra como si lo único que existiera fuera el presente.
Estos políticos fueron lo mismo mucho tiempo, pero este dilema de fondo, Estado o Centro de negocios, es lo que tenemos por delante.
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