El éxodo del horror de la República Centroafricana
Unos 275.000 refugiados subsisten en el vecino Camerún con la ayuda alimentaria recortada a la mitad
Adamou Ibrahim estaba en la mezquita cuando comenzaron los disparos. “Había ido a rezar y escapé de ahí con un tiro en el muslo derecho”. Sin tiempo ni posibilidad de tratar la herida, huyó de los alrededores de Yaloké, en el oeste de la República Centroafricana, con su mujer y dos hijos, dejando atrás a 12 familiares muertos. Tres años después y con un niño más, Ibrahim, de 30 años, relata su huida en el campo de refugiados de Timangolo, en territorio del este de Camerún a tan solo 45 kilómetros de la frontera de su país natal. Como él, cerca de 160.000 centroafricanos, la mayoría pastores nómadas musulmanes bororos, un grupo de la etnia fulani, huyeron al país vecino a partir de 2014 para escapar de las balas.
El éxodo lo provocaron las luchas entre grupos rebeldes mayoritariamente musulmanes llamados Seleka y milicias cristianas antibalaka (antimachete). El enfrentamiento por el poder desembocó en una guerra civil de tintes religiosos que degeneró en matanzas de civiles y la huida de miles de familias como la de Ibrahim.
Tras un breve periodo de calma engañosa, el conflicto se ha enquistado y en las últimas semanas se ha deslizado peligrosamente hacia una nueva escalada de violencia -con decenas de muertos y miles de nuevos desplazados internos- que la misión militar de pacificación de la ONU (Minusca) apenas puede contener -cinco cascos azules murieron en mayo en un ataque-.
Ante este escenario, los refugiados asentados en Camerún (275.000, según la agencia de refugiados de la ONU, Acnur, de un total de más de 481.000 repartidos en los países vecinos desde 2004) se afanan en superar el día a día en medio de la precariedad y sin perspectivas de regresar. “Yo no estoy seguro de querer volver”, afirma Ibrahim. No lo está la mayoría de sus compatriotas, según una encuesta realizada entre ellos por Acnur.
El exilio forzoso mantiene en siete campos de refugiados en el este y del centro-norte de Camerún al 30% de los acogidos, mientras que la mayoría se ha establecido en las poblaciones de la región, aunque con dificultades y sin dejar de depender de las organizaciones humanitarias internacionales, que tras tres años de conflicto se han visto obligadas a reducir la ayuda, incluida la comida que distribuyen. “Las comunidades locales han sido muy hospitalarias, pero también son muy pobres, los recursos y servicios son escasos y las posibilidades de empleo muy limitadas”, explica Baseme Kulimushi, responsable de Acnur en el este de Camerún, una de las regiones menos desarrolladas del país (de 23,7 millones de habitantes y en el puesto 153 de 188 países del Índice de Desarrollo Humano; la República Centroafricana, con 4,8 millones de personas, está en el 187).
Con lazos familiares y culturales que desconocen las fronteras administrativas, no se han producido tensiones religiosas significativas entre los musulmanes acogidos y las poblaciones locales, de mayoría cristiana, pero sí por el reparto de los pocos recursos. “Los refugiados son principalmente ganaderos trashumantes y los locales agricultores. Es un reto repartir el espacio vital”, afirma Emmanuel Halpha, prefecto del departamento de Kadey, donde se ubican varios de los campos.
En localidades como Boubara, a una veintena de kilómetros de Timangolo por una carretera de tierra llenas de baches, valoran la llegada de refugiados pese a los problemas porque comparten los beneficios de la ayuda internacional, que a menudo está más cerca de ellos que el Gobierno de Yaundé. “Hemos conseguido más puntos de agua y mejoras en el hospital”, cuenta Amina, de 55 años, ocho hijos, que gracias a una ONG trabaja en un campo para producir forraje que alimente al ganado de los acogidos y evitar así que invada cultivos y se produzcan conflictos. Un programa que, como otros, solo se sostendrá mientras haya dinero.
Es un equilibrio frágil. La crisis centroafricana se prolonga sin visos de solución y “atrae cada vez menos fondos” para cubrir las necesidades básicas de los refugiados, advierte Kulimushi. El año pasado, Acnur estimó en 55 millones de dólares (49 millones de euros) las necesidades de los refugiados en Camerún. Llegaron 21 millones.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) se ha visto forzado a reducir a la mitad la aportación alimentaria. Los acogidos reciben ahora 5,2 kilos de alimentos (cereales, legumbres, aceite vegetal, maíz y soja) por persona y mes. Con un consumo de poco más de 1.000 calorías al día, que supone estar a dieta, la tasa de inseguridad alimentaria se ha elevado al 25%.
También es cada vez más difícil mantener proyectos que conduzcan a los refugiados a una mayor autosuficiencia. O al menos a una mayor autonomía, como es el caso del sistema de asignación por medio de un teléfono móvil del dinero para la ración mensual de víveres que el PMA comenzó a implantar en Camerún el año pasado.
La agencia de la ONU, con ayuda financiera de la UE, ha repartido entre las familias de Timangolo (6.000 personas) móviles en los que reciben un SMS con la cantidad que podrán gastar en un mes en productos básicos (tras los recortes unos 4.400 francos de África Central, unos 6,7 euros por persona). El sistema permite ampliar la lista de alimentos básicos con productos locales, lo que también favorece a los comerciantes cameruneses y abre la puerta a algunos empleos para los refugiados. “Yo les compro arroz, sardinas o pasta y me llevó una pequeña comisión”, explica Ibrahim.
A Ousman Kaltoumi, una joven de 25 años de mirada seria que acaba de comprar aceite y macarrones, usar un teléfono móvil para recibir alimentos no le asombra; su problema es “que la comida no es bastante” para cuatro hijos, el mayor de ocho años y el último de solo cuatro meses y nacido en el campo de Timangolo. Sentada sobre una esterilla de Acnur a la puerta de su cabaña de adobe, Ousman explica que pasa parte del día fuera del campo para “vender bananas y yuca” que le fían los agricultores de la zona. Así intenta completar las raciones de tantas bocas.
El aumento de la cantidad de comida, junto a oportunidades para trabajar, encabeza las peticiones de unos refugiados que notan con ansiedad la disminución de las ayudas de la que alertan las agencias humanitarias y la UE, con cuya Dirección General de Ayuda Humanitaria (ECHO) viajó EL PAÍS a mediados de mayo al este de Camerún invitado por el European Journalism Center (EJC).
La Unión Europea ha destinado a la República Centroafricana y los países que acogen a sus refugiados más de 500 millones de euros desde 2013 e impulsó el año pasado una conferencia de donantes para evitar que esta se convierta en otra crisis olvidada. Una ayuda que sigue siendo “crucial”, como lo son las estrategias que lleven a los refugiados a independizarse “y evitar posibles tensiones con la población local”, subraya Delphine Buyse, la responsable humanitaria de ECHO en Camerún. Medios para regresar a sus casas o seguir en Camerún, que no les empuja a marcharse pero espera que algún día crucen de nuevo la frontera.
La lucha contra Boko Haram en el norte
Camerún, una isla de estabilidad en el contexto de África central presidida con un control férreo y entre acusaciones de corrupción desde hace más de 30 años por Paul Biya, acoge también en el extremo norte a cerca de 64.000 nigerianos huidos de Boko Haram, cuyos ataques han provocado también que 223.000 cameruneses se hayan convertido en desplazados internos. Biya se erigió en 2014 en estandarte de una coalición africana en la guerra contra los yihadistas y es al norte hacia donde se desvían los mayores recursos. “La crisis de la República Centroafricana no se ha visto como una amenaza global; la de Boko Haram sí”, apunta Ntuda Ebode, profesor de relaciones internacionales de la Universidad Joseph Vicent de Yaundé. “El compromiso con el norte es mucho más fuerte que con el este de Camerún”, donde los cameruneses se han centrado en “protegerse” de la inestabilidad de la República Centroafricana y sus luchas intestinas.
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