La Argentina es un kilombo
Como bien dice el historiador Felipe Pigna: “Muchos prostíbulos son mucho más ordenados que ciertos países”
Los argentinos solemos presumir, entre otras cosas, de tener las mujeres más lindas y la avenida más ancha del mundo. Para cualquier observador neutral, lo primero es indiscutible. Lo segundo, en fin, si lo es, lo es de a ratos. El martes no lo fue ya que un grupo de organizaciones sociales resolvió cortar por cuatro días esa avenida, la 9 de julio, que también es la más importante del país y el principal ingreso a su capital: piden mayor asistencia estatal. Además, por segunda semana consecutiva, la educación pública está parada por reclamos docentes y no parece haber solución cercana a ese drama. Por si fuera poco, los trabajadores que se trasladan en motocicleta harán su propia marcha por reivindicaciones propias. O sea, casi no hay esquina del centro de la capital que no esté trabada. El resto de los sindicatos está dividido: un grupo anunció un paro general para el 30 de marzo, el otro parece que lo hará para el 6 de abril. Así las cosas, la popularidad del presidente Mauricio Macri ha caído de manera abrupta y le quedan aún larguísimos tres años de Gobierno.
"Kilombo", o "quilombo" según quien lo escriba, es un vocablo de origen angoleño que se utilizó en distintos lugares de América para definir concentraciones de negros africanos, de esclavos libres, que se reunían, por ejemplo, alrededor de una fuente de agua potable. En la Argentina, en los tiempos de la colonia, los prostíbulos más baratos ofrecían los servicios de empleadas africanas y, por eso, los bautizaron también como "quilombos". Con el tiempo, el argot argentino, el lunfardo, tal vez con cierta carga prejuiciosa, fue imponiendo la palabrita para definir cualquier tumulto, situación caótica, desorden inmanejable, pelea. Ya nadie dice en Buenos Aires: "Esto es un desorden inmanejable, un caos" o "qué tumulto". La expresión más común es: "Esto es un kilombo" o "Qué quilombo se armó". En fin, que la Argentina, como tantas otras veces en su historia reciente, se ha transformado en un quilombo, un kilombazo, un recontra kilombo, un reverendo kilombo, como lo diría en Buenos Aires un preso común, un doctor en filosofía o un periodista inculto.
Entre tantos análisis sobre por qué las cosas son como son, hay uno que es inevitable: la economía no arranca, los indicadores sociales han empeorado y eso, en cualquier lugar del mundo, gatilla la protesta. Por lo demás, hay quienes le echan la culpa a la insensibilidad del Gobierno, a la dificultad de salir de políticas populistas, al Gobierno anterior que dejó armada una bomba de tiempo, a la caída de los precios de los commodities, a la permisividad de la policía que no reprime los cortes de calle, a los bajos sueldos docentes, a las reacciones corporativas de los gremios docentes, a la incapacidad de gobernar del presidente Mauricio Macri, a la capacidad de desestabilización que ha demostrado el peronismo a través de su historia, al empresariado argentino, a la esencia argentina que heredó lo más conflictivo de la sangre italiana, a la izquierda, a la derecha, y menos mal que terminó la Guerra Fría, porque los yanquis y los rusos también caerían en la redada. Claro: discutir quién tiene la culpa del kilombo da por hecho que este existe. Y se ha acelerado tanto en estas semanas, que realmente da vértigo imaginar dónde lleva la recta que surge de unir los puntos visibles.
Un actor importante de este panorama es, sin duda, el Gobierno. Mauricio Macri puso en marcha un plan económico poco consistente, al menos a juzgar por los resultados obtenidos hasta aquí. Ese plan, en campaña electoral, fue presentado como una salida incruenta. Al arrancar, se explicó que la herencia recibida fue más dura de lo esperado pero que las dolorosas correcciones tendrían su compensación en algún momento del segundo semestre del 2016. Como la bonanza no llega —al contrario, cada día parece que el horizonte se corre un poquito más—, la credibilidad del discurso oficial ha entrado en zona de riesgo, a punto tal que cada vez más gente abandonó la fe en un futuro promisorio. Además, 2017 es un año electoral. La oposición dura, encabezada por Cristina Fernández de Kirchner, no le da respiro a Macri desde el mismo día de la asunción. Pero la oposición moderada y acuerdista especula con que los votos del presidente se corran hacia ellos y, entonces, hace su aporte para mover la alfombra que lo sostiene. Es todo un sistema que, una y otra vez, ante los desafíos que plantea una economía difícil, entra en una dinámica de suma cero, de todos contra todos.
Los argentinos, a los golpes, nos hemos acostumbrado a nuestro kilombo. Sabemos que la marea sube y luego baja y que cada país, en todo caso, tiene el suyo. Pero eso no quiere decir que las cuentas no se paguen. Para ver la película en su real dimensión basta analizar una cifra. A mediados de la década de los setenta, solo un 5% de los habitantes eran pobres. El último estudio informa de que esa cifra creció, ¡al 33%! La educación pública argentina era un elemento integrador ejemplar en el continente. En la última década, la educación privada creció un 25%, mientras la pública cayó una décima parte. Cada vez más, los ricos aprenden con los ricos, la clase media con la clase media y las escuelas públicas reciben a los chicos más pobres. Y todos, cuando analizan la cuestión, coinciden en algo: "La culpa es del otro".
Tal vez, pensándolo bien, sea injusto llamar kilombo a todo esto. No hay demasiada evidencia histórica de que aquellos prostíbulos de la colonia fueran, en realidad, un kilombo. O, como bien argumenta el muy prestigioso historiador Felipe Pigna: "Muchos prostíbulos son infinitamente más ordenados que ciertos países".
Es lo bueno de los buenos investigadores: saben darle a cada uno lo que es de cada quien.
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