La matrioska
Putin puede observar el horizonte y saber que es el único que ha triunfado donde todos fracasaron
Las matrioskas son como las ilusiones, la fe y la necesidad de amor de los seres humanos porque cada vez que se destapa una, se encuentra otra y después otra y otra hasta llegar a la más pequeña en la que se materializa todo y nada. Ahí está el mito.
Vladímir Putin sabe que pisa las mismas alfombras por las que un día caminó Stalin, sabe que mira a través de los mismos cristales desde los que un día Lenin miró el mundo y sabe que se sienta en los mismos sillones en los que un día se sentó Andrópov. Putin puede observar el horizonte y saber que es el único que ha triunfado donde todos los demás fracasaron.
Estados Unidos marca un antes y un después en la historia de la democracia mundial. Aunque ahora, con cada acuerdo y con cada cena que ofrece el embajador de Rusia en Washington, Serguéi Kislyak, se da un paso hacia el precipicio del sistema que inventaron los griegos.
Con las armas de la democracia y del sueño americano, Putin ha destruido más de 200 años de garantías institucionales
En este momento Thomas Jefferson, George Washington, John Adams, Franklin Delano Roosevelt, Abraham Lincoln, John Kennedy y el resto de los presidentes estadounidenses asisten desde sus tumbas a una situación inédita, es decir, que un sólo hombre, a base de paciencia y conocimiento, se haya salido con la suya. Entre esos mandatarios, se encuentra Donald Trump que, pese a su admiración por Putin, ha tenido menos contacto con la trama rusa. Aunque a estas alturas cualquier ciudadano, sea fiscal, juez o votante sabe que algo muy sucio y muy oscuro sucedió. Y que, más allá del robo de correos electrónicos, la democracia estadounidense está enferma y su presidente no tiene legitimidad. Ahora la gran pregunta es, ¿todo eso fue por dinero, por estupidez o por traición? Porque Putin, con las armas de la democracia y del sueño americano, ha puesto de rodillas y ha destruido más de 200 años de garantías institucionales.
La matrioska que el presidente ruso ha regalado a Estados Unidos tiene dentro un resorte que hace estremecer de orgullo a los espíritus de Lenin y Mao Tse-tung al ver a su alumno aventajado. Porque, a pesar de que el imperio del Norte, ganó la guerra con la caída del muro de Berlín, Putin, jugando con el pueblo, los valores y los colegios electorales estadounidenses, ha puesto una bomba nuclear que, en el mejor de los casos, obligará a la revisión del aparato electoral, y en el peor, como ya sucedió con el 11-S, terminará por liquidar la virginidad del sistema democrático.
Nadie puede saber cómo acabará esto porque uno de los grandes problemas de esta comedia es que todo es muy grave, muy rápido y demasiado grande. Y ahora personajes como el secretario de Estado, Rex Tillerson; el ex consejero de Seguridad Nacional, el general Michael Flynn, y el secretario de Comercio, Wilbur Ross, se han apresurado en hacer negocios y en comer con los hombres de Putin.
A esto se suma que el líder ruso y Steve Bannon piensan igual porque ambos consideran que ha llegado la hora de destruir el sistema. Y, si ellos están de acuerdo y sólo creen en el Armagedón como factor purificador, está claro que el principal estratega de un presidente y el enemigo histórico de Estados Unidos coinciden por primera vez en la historia.
Si no fuera suficiente con el grado de penetración y destrucción de las instituciones, el nuevo regalo de Julian Assange con las últimas revelaciones de Wikileaks confirma que no sólo ha salido perjudicado el corazón del sistema y la confianza hacia la democracia estadounidense, sino que habrá una humillación permanente por el ciberespionaje que se le adjudica a la CIA. Ya no hay seguridad alguna ni para ellos, ni para todos los sistemas informáticos que hoy nutren el mundo. Y eso, sin duda, es un gran respaldo para Trump, porque esa penetración de los sistemas no se le atribuye a él, sino a su antecesor Barack Obama.
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