Cambiar de opinión
Son tiempos de cambios. Lo que antes era un exceso, ahora es una necesidad y los gobernantes deben, antes que nada, perder el miedo al ridículo


Son tiempos de cambios. “Nada es como antes”. “Ahora es distinto”. “Así no se hacía”. “Las cosas hoy son de otra manera”. “Pensar como hace 15 años no tiene sentido”. “Ahora lo veo diferente”. “Sigo pensando lo mismo, pero resulta que estoy equivocado”. Son frases que escuchamos constantemente con relación a la política.
Se critica el cambio de opinión como si fuéramos seres destinados a la inmovilidad. En las épocas de definiciones, de los radicalismos, está prohibida el agua tibia. Si antes te decían que el mundo no era blanco y negro, sino que consistía en una serie de matices, ahora los grises han sido borrados. Hoy se dice que el centro siempre fue cómodo, el lugar ideal para el camaleón. Se tomaba un poco de aquí, otro tanto de allá y eso formaba una determinada corriente de pensamiento. Candidatos de izquierda se derechizaban y los de derecha prometían “rebasar por la izquierda”. Fueron años de corrimiento hacia el centro, hoy refugio de tibio y de grises: los famosos habitantes de Corea del Centro.
Hoy es normal que un demócrata de antes vea con buenos ojos el populismo, que deje pasar los desplantes que se consideraban autoritarios y que ahora son parte de la normalidad. Así, los que llegan por los votos anhelan el poder de un dictador y eliminar los controles que detenían caprichos y venganzas. Lo que antes era un exceso, ahora es una necesidad y los gobernantes deben, antes que nada, perder el miedo al ridículo, pues este dejó de existir. Lo de hoy es la lucha constante y frontal contra el enemigo en la que quien pega primero, pega seis veces.
Es curioso que cambiar de opinión sea algo tan castigado en escenarios novedosos. El neoliberal de hace unos años admite con culpa que el periodo de crecimiento de su país escondía el aumento de la brecha de la desigualdad y ahora ve, complaciente, los programas sociales. El hombre que fue prudente y que jamás emitía un calificativo, ahora no duda en calificar de nazi-mercenario a cualquiera que no esté de acuerdo con él. Son tiempos de tomar partido sin importar que eso implique convivir con los impresentables de antes. Discutir no es lo importante, sino tener la razón en cualquier tema de discusión pública: la forma en que se hornea el pan o el desarrollo de políticas públicas de infraestructura. Todo vale lo mismo.
Sorprende entonces que en ocasiones sea tan criticable el cambio de opinión sobre determinado tema. Se entiende esa crítica cuando uno ve desplazarse a los políticos de un lado a otro por mera conveniencia política o económica. Pero el ciudadano común no solamente puede, sino que debe cambiar de opiniones para lograr su adaptabilidad al mundo que lo rodea y lo sostiene. Julian Barnes, en un interesante ensayo llamado Mis cambios de opinión (Cuadernos Anagrama), dice: “Cambiamos de opinión sobre infinidad de cosas, desde cuestiones de gustos —los colores que preferimos, la ropa que vestimos—, estéticas —la música, los libros que nos gustan o de afiliación social— —el equipo de futbol que seguimos, o el partido político que votamos—, hasta las verdades más trascendentales: la persona a la que amamos, el dios al que veneramos, la significancia o insignificancia del lugar que ocupamos en universo vacío o misteriosamente lleno”. Cierto, por eso es fácil encontrar ahora a gente que hace unos años era progre, de centro-izquierda, admitir con cierta vergüenza que, en realidad, son de derecha.
El año que entra será también de posiciones previas a las elecciones del 2027. En un escenario en el que las cosas se definen más por lo que odiamos que por lo que nos gusta, estaremos rodeados de cambios de opinión. Como bien dice Barnes: “Algunos de nosotros tenemos firmes opiniones que defendemos con débil convicción; otros, débiles opiniones que defendemos con firme convicción”. Queda en el lector decidir en qué lado está.
Feliz Navidad para todos.
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