Morir de hambre en el Sahel huyendo de Boko Haram
La desnutrición planea sobre decenas de miles de personas que permanecen refugiadas en el desierto
El doctor Brah Hassan es el único médico que atiende el campo de refugiados de Tomour, en el sur de Níger. Tomour es uno de los muchos campos sobre el desierto en donde se resguardan miles de huidos de la guerra de Boko Haram.
Explica Hassan que en Tomour viven 40.000 refugiados y que no hay suficiente comida, agua ni medicinas para todos. Explica también que casi todos los niños tienen malnutrición severa. Que casi todo el mundo en Tomour come una vez al día. Que la malaria y la diarrea ya son epidemia. Que en los últimos cuatro meses se le han muerto 13 bebés por desnutrición. Y que muchísimos adultos sufren, además de hambre, estrés postraumático y no duermen durante días. “Es el problema de la guerra. Es culpa de Boko Haram”, dice. “Imagínate lo que ha pasado esta gente para tomar la decisión de venir a refugiarse aquí, un sitio en el que no hay más que arena”.
Una carretera discurre paralela a la frontera con Nigeria. Es una de las pocas asfaltadas de la región de Diffa, al sureste de Níger, y comunica la ciudad de Diffa con el Lago Chad. El camino atraviesa durante 90 kilómetros el desierto del Sahel. La arena se desliza sobre el asfalto como una piscina que se desborda. Apenas hay un solo kilómetro en el que, a los lados, no se puedan ver cabañas o improvisadas tiendas de campaña. Donde antes no había nada, ahora hay miles.
Se suceden mientras se avanza por un territorio en el que las incursiones y ataques de Boko Haram se repiten casi a diario. Detrás de las cabañas, perfiladas sobre la arena del desierto, se distinguen las siluetas de refugiados, envueltas en la ventisca de arena y polvo, caminado dudosos. Son los que han huido de la violencia desde Nigeria. Los que han cruzado la frontera y han venido a vivir al desierto de Níger. A sobrevivir al desierto de Níger.
Tras una hora de marcha, el todoterreno abandona el asfalto y se adentra en campo abierto. El conductor acelera, nervioso. A solo diez kilómetros hay un bastión de la milicia de Boko Haram. “Ayer atacaron. Mataron a cinco, les robaron las vacas”, dice mientras derrapa sobre la arena.
El campo de Tomour aparece de repente, como un espejismo. Surge en forma de cabañas de paja y casas de barro. Niños cubiertos de tierra y con el vientre hinchado contemplan la llegada del vehículo. Las cabañas, reforzadas con lonas de Acnur, dibujan callejuelas. Siguiendo una de ellas se llega a la choza de Maimuna Mussa. Tiene 30 años, está sentada en el suelo, en el centro de su endeble casita. En brazos tiene a Aisha, un bebé de 14 meses con el tamaño de uno de cuatro. Llora afónico.
Aisha padece malnutrición. El 80% de los niños menores de cinco años de este campo la padecen, según explica el médico local. La cara del bebé se perfila como si fuera un adulto. Ni se inmuta cuando las moscas se posan sobre sus ojos abiertos o amagan con entrar en su nariz. Maimuna explica que el pequeño Aisha, el menor de los siete hijos que tiene, come una vez al día. “Desde que llegamos, hace unos meses, le estoy dando dudu”, dice. Se refiere a una especie de puré de maíz. “Se lo doy por la mañana y ya no come nada más durante el día. A mí no me queda leche”. Por eso, afónico, Aisha llora.
El país atrapado
Níger es un país trampa. Antes de la llegada de los europeos a África, este territorio era una zona de trashumancia, una zona inhabitable a la que acudían por épocas poblaciones nómadas. El colonialismo dibujó una frontera sin sentido que separó Nigeria (bajo control británico) de Níger (control francés). La población nigerina quedó atrapada en un estado artificial trazado sobre el desierto del Sahel, sin recursos, sin tierra fértil, sin agua. Níger es hoy, y según el Índice de Desarrollo Humano (IDH), el país más pobre del mundo: según datos de Naciones Unidas, el 45% de su economía depende de las donaciones de otros países. El 84% de su población es analfabeta. Y, lo más significativo: el sector más presente en su economía es el de la subsistencia. Es decir, casi todo el mundo en Níger cultiva, trabaja o cría ganado sin ánimo de sacar beneficio, sólo sobrevivir. Níger no avanza, permanece.
Toda su zona central y septentrional es puro desierto controlado por los tuareg y donde, desde hace años, impera la ley de Al Qaeda del Magreb Islámico (AQMI). Casi toda la población se agolpa en el sur a donde, huyendo del conflicto de Boko Haram, han llegado en los últimos meses -y según estimación de Naciones Unidas- unos 200.000 refugiados procedentes casi siempre del norte de Nigeria. Lo poco que había para la población local debe ser ahora compartido con estos nuevos vecinos. Y no llega para todos.
La región de Diffa, la que hace frontera con Nigeria, es a donde han acudido la mayoría de refugiados. Está militarizada para intentar frenar a Boko Haram, que realiza constantes incursiones desde Nigeria para hacerse con armas y víveres. Los check points controlan el tránsito, hay toque de queda a las nueve de la noche y está prohibido circular en moto: hace unos meses un suicida se lanzó con la suya contra el mercado del pueblo.
La mayoría refugiados menores de cinco años padecen malnutrición en Diffa. En el campo de Tomour está desnutrido el 80% de los niños.
La región entera es una ventisca sostenida de arena que se percibe hasta en los dientes. El polvo y la sequedad arañan la piel. A esta zona solo se puede acceder a bordo de un vuelo humanitario que aterriza dos veces por semana. Diffa está lejos del resto del mundo.
Su capital tiene el mismo nombre y unos 23.000 habitantes. Las calles son de tierra y sirven tanto como para caminar como para montar un puesto de bananas, un taller mecánico, amontonar basura o defecar.
Según un informe de la ONG Oxfam, que trabaja sobre el terreno y organizó esta visita, la llegada de refugiados ha provocado en esta zona un nivel crítico de malnutrición, paso previo a la emergencia por hambruna. Níger es el patio de atrás del conflicto de Boko Haram.
Oleadas en el desierto
Uno de los campo de refugiados de la frontera es Sayan, levantado sobre la arena a una hora de distancia de Diffa capital. Desde el año 2014, unas 8.000 personas viven ahí. Más allá de las últimas cabañas, el desierto se pierde hasta el horizonte salpicado de arbustos sucios de polvo.
“El problema de vivir aquí es que no tenemos nada que hacer”, explica Makinta Usmane, un padre de familia de 40 años. “Mira dónde estamos: en medio de la nada. No podemos trabajar, ni cultivar. Dependemos de una ONG que nos trae comida. Esto es como una cárcel”.
Vestido con una camiseta raída del Barça, Sheibu Musa, de 16 años, llegó hace un año a Sayan. Lo hizo tras haber sido reclutado a la fuerza por Boko Haram. “Llegaron a la hora del rezo y dispararon. Yo estaba en casa con mi padre y nos encerramos”. Al cabo de un día llamaron a la puerta. “Vi por debajo unas botas militares. Creía que eran soldados, que habían venido a ayudarnos, así que abrí”, dice Sheibu riendo, como burlándose de sí mismo por haber pensado aquello. “Cuando abrí la puerta me encontré a dos tipos barbudos, con armas en la espalda. Y le dije a mi padre: no son soldados”.
Los milicianos de Boko Haram separaron a los jóvenes del pueblo y los aislaron en un campamento cercano. “A algunos les obligaron a irse a luchar. A mí me asignaron un grupo de niños de seis y siete años y tenía que enseñarles a leer el Corán”. Al padre de Sheibu lo dejaron recluido en casa. “Yo le llevaba comida todos los días con permiso de los milicianos. Cada vez que llegaba, mi padre me decía: ‘escápate’. Pero yo no quería dejarlo solo”. Hasta que Sheibu tomó la decisión. Se desvió del camino tras despedirse de su padre y huyó. Hoy vive solo en Sayan. “Lo dejé atrás”, dice con culpa en el susurro.
“Vi por debajo unas botas militares. Creía que eran soldados, así que abrí la puerta. Me encontré a dos tipos barbudos, con armas en la espalda. Y le dije a mi padre: no son soldados".
Los refugiados llegan en oleadas. Los militares nigerinos, apoyados por el ejército de Chad y entrenados por Estados Unidos y Francia, les dejan cruzar la frontera. Están coordinados con el ejército de Nigeria y, según los medios locales, se prepara desde hace meses una gran ofensiva para intentar reducir al mínimo la presencia de Boko Haram. El secretismo impera: el gobernador de Diffa, Dan Dano Mahamadou, declina hacer comentario alguno.
Tampoco admite lo que casi todos en Diffa saben: que en el mismo pueblo existe un centro de detención -llamado centro de rehabilitación- para combatientes de Boko Haram. Una suerte de cárcel donde se hacinan unos 300 detenidos, muchos de ellos menores. Todos expuestos a la justicia paralela que se le antoje aplicar al ejército. Está rotundamente prohibido visitar el lugar, que puede verse solo a distancia. Unicef lleva meses solicitando intervenir, pero le deniegan la supervisión. La semana pasada entraron en el centro 130 jóvenes, todos ellos vecinos de Diffa. A ojos de Níger, son prisioneros de guerra.
Huir con lo puesto
El trayecto desde Nigeria hasta los campos de refugiados no es sencillo. Quien huye lo hace sin ni siquiera un amago de equipaje. Han salido corriendo y, tal cual, deben caminar durante cuatro o cinco días hasta la zona donde les han dicho que hay más como ellos. Zeinabu Usmane llegó al campo de Kingani hace unos meses. Kingani se levanta en la cuneta de la carretera paralela a la frontera. Está a cinco días de trayecto de Yebi, la aldea de la que salió. Hoy la ventisca de arena no deja casi abrir los ojos en Kingani. Zeinabu nos invita a pasar a su cabaña.
Se escapó con sigilo con sus dos hijos por la parte de atrás del pueblo mientras Boko Haram arrasaba el otro lado, en el que se encontraba su marido. “Dormimos la dos primeras noches en el bosque hasta que decidí regresar al pueblo a recoger algunas cosas. Así pudimos comer algo”.
Zeinabu también se hizo con un carrito con ruedas en el que subió a sus hijos. Y comenzó a empujar. Durante los tres últimos años la escena se repite: miles de familias huyendo a pie de la guerra. “Yo nunca pensé que esto pasaría”, dice Zeinabu colocándose el hiyab. “Escuchaba por la radio lo que pasaba en Maiduguri (capital del estado de Borno, en Nigeria), pero nunca creí que llegaría a mi zona. Siempre he tenido una vida tranquila. Jamás pensé que podría encontrarme en una situación así, refugiada, sin comida, sin ropa. Nunca pensé que este horror llegaría”.
Charla con el autor
Nacho Carretero compartirá con los lectores su experiencia durante más de dos semanas en Nigeria el próximo martes 28 de febrero a las seis de la tarde. Será en la página de Facebook de EL PAÍS.
Cuenta Zeinabu que la mayoría de combatientes que atacaron su pueblo eran vecinos suyos. Chicos que se habían ido meses antes y regresaron para matar a familiares y amigos. Sheibu, el chico reclutado a la fuerza con la camiseta raída del Barça, explica que en su aldea unos 20 chicos decidieron unirse voluntariamente a Boko Haram. Ocurre en cada aldea. Es uno de los quistes de este conflicto, la gasolina del grupo islamista: miles de jóvenes sin mejor opción que la de unirse a la llamada insurgencia. La evidencia, tal vez, de que la fuerza militar por sí sola no será suficiente para extinguir la tragedia.
“Se van y vuelven para matar a sus hermanos. Matan a quien sea”, concluye Zeinabu. “Si ves una hiena, puedes tener miedo, claro, pero te puedes enfrentar. Pero si ves a Boko Haram hay que huir. Si llegan, huye”.
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