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Tribuna
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Trauma hecho en Colombia (Gallo, Córdoba)

Hay gente que odia tanto a las FARC que piensa que defender el acuerdo de paz es quererlas

Ricardo Silva Romero

Es un trauma hecho acá: de la tarde asfixiante del domingo 2 de octubre de 2016, que fue cuando el “no” ganó el plebiscito sobre el acuerdo de paz con las Farc, recuerdo con horror al actor Danilo Santos gritando “¡se salvó Colombia!” –con el apellido equivocado– por una emisora nacional. Había en su voz una naturalidad que no ha usado aún en las telenovelas. Rogaba a los entrevistadores que no le pidieran que explicara mucho más, pues la noticia, que recibía como un premio, lo había dejado sin palabras, pero era claro que no había votado “no” porque defendiera la costumbre colombiana de la guerra, sino porque se negaba a que la guerrilla se paseara por nuestra democracia como su dueña.

Hay gente que odia tanto a las Farc que piensa que defender el acuerdo de paz es quererlas. Hay gente que se niega a confiar en los guerrilleros –de nada sirve que desde el cese al fuego no haya habido ni una sola víctima civil por causa del conflicto– porque, por ejemplo, llevan nueve meses incumpliéndole al país la promesa de devolver a los niños que reclutaron a la fuerza. Si alguien quiere saber qué es la guerra tiene que enterarse de que la mitad de los miembros de las Farc entraron a ese infierno –fueron secuestrados para secuestrar y asesinar, y también fueron violados y fusilados en nombre del delirio– cuando eran menores de edad. Si alguien quiere entender el tamaño del horror y la esperanza, que siguen siendo rumores apenas, tiene que ver las imágenes del viaje de los miles de desmovilizados a las zonas de concentración.

Tiene que ver a aquella guerrillera que llega con un bebé en sus brazos a la zona de desarme en la ninguneada vereda Gallo, en la zona rural del municipio de Tierralta, en el tenso departamento de Córdoba.

Habrá guarderías de la Unicef y el ICBF en estos lugares especiales, y no sólo porque en los últimos tiempos hayan nacido 66 niños en los campamentos de las Farc, sino porque ahora mismo, quizás porque los comandantes levantaron la prohibición de tener hijos, hay cerca de 300 guerrilleras embarazadas. Habrá atención médica mientras se lleva a cabo el desarme. Habrá vigilancia del Estado, se supone, porque ciertas bandas de vengadores empiezan a rodear los sitios libres de conflicto. Y la promesa incumplida de devolver a los menores, que las Farc habla de veintipico pero desde 1999 se han liberado 3.663 y en estos últimos años se han rescatado 800, seguirá engordando la desconfianza de ciertos actores, pero sobre todo seguirá recordando la pesadilla que está por terminar: eso de nacer, crecer y morir en una cárcel como si fuera normal.

Por qué las Farc han tardado tanto en devolver a los niños reclutados a sangre y fuego: ¿porque la imagen de cientos de menores sometidos, que regresan de sus heridas a sus cicatrices, es intolerable incluso para los resistentes estómagos colombianos?, ¿porque son incapaces de reconocer que cometieron las atrocidades del fin del mundo? Voté “sí” en el plebiscito para que se desmontara esa violencia. Reclamé que se llegara a un nuevo acuerdo como mejor pude, como tantos, para que –entre otras cosas– siete mil colombianos pudieran volver de ese camposanto donde toda infamia se permite porque ningún dios está mirando: no esperaba que las Farc me convencieran de nada, sino que reconocieran a sus víctimas, que pusieran la cara por su horror, por sus reclutamientos, por sus niños humillados, con la triste satisfacción de regresar de una barbarie de la que pocos regresan.

No se habrá salvado Colombia con esta paz, pero es lo más posible que siete mil familias de victimarios –con sus siete mil familias de sus siete mil víctimas– se libren de morir en el infierno en el que envejecieron: la idea es recobrar la humanidad.

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