El ‘Café Rits’ y otras historias positivas de refugiados
Un chef sirio se coloca a los fogones en un campamento griego para mejorar la alimentación de sus compañeros de éxodo
Antes de emprender la huida de Siria, Talal Rankusi era chef en Bawabet al Dimashq, un restaurante de Damasco considerado por el libro Guinness de los récords el mayor del mundo, con capacidad para acomodar, y servir, hasta a 6.000 personas. Allí, entre fogones y especias y la morosa combustión de las pipas de agua —el postre inevitable de cualquier banquete árabe— discurría la vida plácida de Rankusi, de 41 años y padre de tres hijos, hasta que el cerco de la guerra se estrechó sobre la capital siria y tomó la decisión de irse.
Unos meses después, inquilino ya del campamento de refugiados de Ritsona (norte de Atenas), recibió una oferta que no pudo rechazar: cocinar para sus compañeros de infortunio, los aproximadamente 700 refugiados —la mitad de ellos, niños— que pueblan el campo. Carolynn Rockafellow, una acaudalada estadounidense que el año pasado dejó su trabajo como banquera de inversiones y se trasladó a Grecia para ayudar a los refugiados, había constatado, como a diario hacían los residentes, que la comida servida en Ritsona dejaba mucho que desear: o cruda o hecha papilla, fría siempre, carente de un mínimo de calidad.
El único profesional a mano capaz de corregir la situación, pero privado de fondos para llevar a cabo la mejora, era Rankusi. El dinero de la exbanquera se cruzó con el talento del chef, y el resultado ha sido el Café Rits, donde los refugiados —sirios, sobre todo— pueden degustar especialidades típicas de su tierra: hummus (puré de garbanzos), babaganush (crema de berenjenas ahumadas), fattush (ensalada con pan) o kibbeh (albóndigas de cordero con bulgur y especias), la mayoría de ellas confeccionadas con ingredientes locales, lo que también repercute en la economía de la zona. La cercanía geográfica de Grecia a Siria ayuda: el mapa culinario de ambos países exhala un cierto aroma de familia.
A Talal Rankusi, el Café Rits, con su fachada azul índigo y un nombre que recuerda vagamente al mítico Rick de Casablanca, le sirve para sentirse útil, y como a él, a los refugiados que le ayudan a diario en las tareas culinarias. Útil para emprender una nueva vida, lejos de las bombas y el agujero negro en que se ha convertido Siria; útil también para devolver parte de la ayuda que recibe. Y, en última instancia, muy útil para ponerle nombre a un fenómeno, la llamada “crisis de los refugiados”, tras la que se hallan cientos de miles de seres humanos con nombres y apellidos, con sus respectivas historias y tantos afanes, como mínimo, como los que animan a Rankusi.
Como la docena de refugiados que protagonizan Mi nombre es refugiado. Crónica de un exilio (360º Reportajes), un libro muy recomendable de Irene L. Savio y Leticia Álvarez Reguera, dos periodistas freelance, como casi todos los informadores que contra viento y marea han contribuido a que el mayor éxodo desde la Segunda Guerra Mundial no caiga en el olvido. El riesgo de apagón informativo se cierne a diario sobre la existencia de todos ellos, pero iniciativas como el Café Rits, y el libro de Savio y Reguera, permiten albergar una leve esperanza de visibilidad.
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