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Tribuna
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Cómo voy yo ahí (Río Magdalena)

En Colombia sólo uno de cada cuatro corruptos paga cárcel

Ricardo Silva Romero

Como la corrupción, que es una plaga sin remedio y una mancha que lleva demasiado tiempo en el mismo rincón, el prodigioso río Magdalena atraviesa buena parte de Colombia: desde el mar Caribe hasta el interior del país, desde la Elegía de varones ilustres de Indias hasta El amor en los tiempos del cólera, 1.528 kilómetros de largo. Tenía que pasar que la brasilera Odebrecht, la firma constructora más grande de Latinoamérica, reconociera ante ciertos fiscales de los Estados Unidos –como esos sinvergüenzas de la Fifa que, acosados por los investigadores gringos, tuvieron que confesar– que de 2009 a 2014 entregó en este país 11 de los 788 millones de dólares con los que sobornó a ciertos funcionarios para conseguir los grandes contratos de infraestructura de la región. Por supuesto: el escándalo está a punto de enlodar al río.

Se habla en el Departamento de Justicia de los Estados Unidos de un “departamento de sobornos” de Odebrecht. Se habla en las notas de prensa de los 6,5 millones que se le entregaron a un alto representante del gobierno anterior para que el contrato de la Ruta del Sol sector dos –de Puerto Salgar, en Cundinamarca, a San Roque, en Cesar: 528 kilómetros– le fuera concedido a una sociedad en la que se encontraba Odebrecht Participações e Investimentos S. A. Se cuenta que la Fiscalía colombiana ha empezado a escarbar en los contratos que la firma gigantesca ha hecho con este gobierno: la hechura de una carretera que fue “terminada a satisfacción” y la recuperación de la navegabilidad de 908 kilómetros del río Magdalena desde el interior del país hasta el mar Caribe.

Y sí: es todo un resumen del problema de fondo. Porque la costumbre de la corrupción, que es el resultado del desprecio de estos explotadores extranjeros que están cumpliendo siglos, pero también de la tal “malicia indígena” que no nos hemos tomado como una tara sino como un patrimonio colombiano –esta viveza tropical que halla todos los atajos, que se repite “sálvese quien pueda” porque ni Dios ni la justicia están mirando, y robar a este Estado no es robarse a uno mismo–, ha vuelto a poner en riesgo la rehabilitación del humillado río Magdalena: ha vuelto a amenazar la quimera, la necesidad, la urgencia de destrabar este país asaltado en su mala fe. Y sí, en Colombia sólo uno de cada cuatro corruptos paga cárcel. Y sólo el 31% de las multas son pagadas. Y al año se pierden 22 billones de pesos de todos en sobres por debajo de la mesa.

Y la solución es subir el IVA del 16 al 19% –Feliz Navidad les desea el leviatán– para que entre todos repongamos lo que se nos lleven los ladrones.

Se han endurecido las leyes. Se ha entorpecido la marcha del Estado, se ha establecido el control del control del control, con la ilusión de que en cámara lenta pueda verse la mano que roba. Pero es que esto es una cultura: un río podrido que está cumpliendo décadas de no ir a dar al mar, un modo de ser que se da en el lejano Oeste, una educación en la idea de que “el vivo vive del bobo: amén”, una normalización de la frasecita entre dientes “cómo voy yo ahí”. Quizás las obras en el Magdalena, encargadas a una sociedad en la que Odebrecht tiene la participación mayoritaria, no hayan comenzado con los sobornos que han confesado –falta ver, repito, qué descubre la Fiscalía entre los papeles que ha estado esculcando–, pero sí se han puesto en riesgo una vez más.

Y hablar de navegar por esa corriente vuelve a sonar tan ridículo como hablar de tomar el metro de Bogotá para llegar a casa.

Y no es otra obviedad, sino una obligación, repetir que destejer la telaraña de la corrupción sólo será posible si alguno se decide a hacer su trabajo: el contratista, el contratante, el vigilante, el juez, el padre.

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