Presión social para que el pacto funcione
El Acuerdo de París pretende poner luz y taquígrafos sobre los avances de cada país en el cumplimiento de sus objetivos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero
El Acuerdo de París sobre cambio climático sigue haciendo historia, o más precisamente, empieza su propia historia. A su celebrada adopción el pasado 12 de diciembre de 2015 le ha seguido una meteórica entrada en vigor este 4 de noviembre de 2016 (casi un centenar de partes, incluyendo a la Unión Europea, aunque España todavía no lo haya hecho, han ratificado el acuerdo).
Este maratón para dar vida al acuerdo viene en parte motivado por la necesidad de preservar el momentum logrado en París, que congregó el compromiso explícito de virtualmente todos los líderes mundiales para acordar un tratado internacional que abarcara a países desarrollados y países en desarrollo para hacer frente al cambio climático. El mayor empujón, no obstante, ha venido provocado por la incertidumbre de las elecciones en Estados Unidos, que presionaron al gobierno de Obama a asegurar la participación del segundo emisor del mundo antes de la conclusión de su mandato. Esta ratificación vino acordada y acompañada con la de China, actualmente el primer emisor de gases de efecto invernadero (GEI) del mundo.
El Acuerdo de París explicita por primera vez el objetivo de la comunidad internacional de que el aumento de temperatura del planeta se quede muy por debajo de los 2 grados, aunque asume que poco o nada pasará en la primera mitad del siglo, en el que se espera se alcancen el pico máximo de emisiones, para luego aplicar medidas que nos lleven a la descarbonización para finales de siglo.
Por otra parte, ante el fracaso continuado de los últimos años de establecer objetivos concretos de reducción de emisiones, tanto globalmente como por país, el acuerdo se supedita, en lo que respecta a la reducción de las emisiones de GEI, a lo que cada país determine a través de sus "contribuciones determinadas a nivel nacional", las cuales se deben comunicar cada cinco años en función a lo que sus capacidades nacionales le permitan, y que cada vez, deberán de ser más ambiciosas respecto de la anterior.
Todos los países serán juzgados conjuntamente cada cinco años por su éxito o fracaso colectivo de avanzar hacia las metas que ellos han trazado para sí mismos. En otras palabras, el fracaso de uno es el fracaso de todos, lo que en teoría debe alimentar la ambición de cada uno de manera progresiva bajo sus propios términos. Este control se llevará a cabo a través del llamado Marco de Transparencia y el Balance Mundial por medio del que se pretende poner luz y taquígrafos al examen de los avances de cada país en el cumplimiento de sus propios objetivos y que bajo dicha luz tanto la comunidad internacional así como la sociedad civil (internacional y de cada país) puedan ejercer presión en sus líderes para la asunción de mayores esfuerzos y políticas más comprometidas en la materia.
Los detalles de estos instrumentos, tanto de las contribuciones determinadas nacionales como el marco de transparencia, deben todavía negociarse y acordarse en los próximos dos o tres años para la total y efectiva entrada en vigor del acuerdo. En esos detalles, y en la seriedad y el compromiso de los países por ajustarse en la implementación del acuerdo a los límites que marca la ciencia, es donde el Acuerdo de París se juega ser el acuerdo determinante en materia de cambio climático o un intento más fallido. En definitiva, debemos no sólo esperar a que los países hagan lo que saben que tienen que hacer, sino que debemos presionar para que eso pase cuando antes, puesto que por el momento no se ha producido.
Alejandro Lago es director de la Cátedra UNESCO de Estudios Ambientales de la Universidad Rey Juan Carlos. Giannina Santiago es experta en negociación internacional y asesora del Grupo de Trabajo Especial sobre el Acuerdo de París (APA, sus siglas en inglés).
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