El Premio Nobel de la Paz (Oslo, Noruega)
La idea es detener el desangre y quitarse de encima la desconfianza en la clase dirigente
El lunes Colombia es el país indefendible que votó “no” a sus propios acuerdos de paz. El martes es el paraje inhóspito en el que una oposición revuelta –una amalgama de derechistas ladinos e irresponsables, conservadores de buena fe, juristas ortodoxos y nostálgicos, pastores evangélicos de piel tensa, fundamentalistas encorbatados– tiende la mano derecha al Gobierno para renegociar un pacto con la guerrilla que incorpore las voces de los líderes del “no”. El miércoles es una esperanzadora marcha contra la guerra que les recuerda a los mismos políticos de hace treinta años que las víctimas esperan la tal renegociación, que el “sí” y el “no” tienen en común el descontento. El jueves es el lugar asaltado en su buena fe en el que el gerente de la campaña del “no” confiesa cándido y triunfal sus estrategias para engañar a los electores.
Salen a flote, pero como cadáveres, las tristes razones por las que votaron cientos de miles de engañados: “voté no porque unos señores me dijeron que íbamos a tener que vivir con un guerrillero aquí en la casa”, “voté no porque me explicaron que iban a sacar el sueldazo de esos bandidos de nuestras pensiones”, “voté no porque me advirtieron que iban a imponer el homosexualismo en el colegio de mis hijos”, “voté no porque me contaron que ya tenían listos los decretos para legalizar los carros de Uber”, “voté no porque no quería que Colombia se volviera como Venezuela”, “voté no porque el país no puede dejarse invadir por el comunismo”, “voté no porque iban a entregarnos a las Farc”, “voté no al aborto”, van confesando los extraviados, entre el orgullo y el desconcierto, desde el lunes hasta el jueves.
Pero el viernes a primera hora Colombia es el mapa incierto que recibe como un alivio la noticia de que el presidente Santos Calderón ha recibido el Premio Nobel de la Paz, según declaro el comité noruego, “por sus decididos esfuerzos para llevar a su fin más de 50 años de guerra civil en el país”.
García Márquez ganó el otro Premio Nobel que ha sido entregado a un colombiano “por combinar lo fantástico con lo realístico –explicó el comité en su momento– en un mundo imaginado que refleja tanto la vida como los conflictos de un continente”. Su gran conquista, que es la conquista de una voz envolvente que cuenta las sílabas de sus sentencias, no sólo es haber hecho verosímil un mundo insólito en el mundo, sino haber cargado de belleza una tierra empobrecida y explotada y enemiga de sí misma que esperaba ser notada antes de que sus habitantes terminaran de matarse. Esa voz enorme, que no fue la única que vio mágica esta vocación al declive, reivindicó a Colombia, pero sirvió también a ese apego por su fracaso, por su supuesto exotismo, por su supuesto sino: el coronel no tiene una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Santos Calderón recibe el Nobel de la Paz, en nombre de unas ocho millones de víctimas, para comprometerse aún más con el desarme de la democracia colombiana, para reconocer que el mundo está esperando impaciente a que por fin se llegue a un acuerdo, para aceptar el reto de convencer ahora a la derecha de que lo práctico es la paz, para conseguir, en suma, que Colombia se sacuda este regodeo en la frustración: serán prodigiosos esos parajes olvidados y polvorientos y macondianos, serán míticos esos personajes de pocas palabras como pistoleros del oeste que han dado por hecho el desengaño, serán de exportación las novelas de García Márquez, pero la idea –que es también la idea del premio y la idea de las marchas– es detener el desangre, quitarse de encima la desconfianza en la clase dirigente y el desprecio del Estado que ha estado engendrando ejércitos y justicias y líderes que dicen “no” a la ley.
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