Guerra, paz, política
Dudas y certezas de una Colombia que hace historia
¿Apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera? La sociedad colombiana deberá responder en el cuarto oscuro el próximo 2 de octubre.
Alcanzan diez minutos en un curso de metodología de la opinión publica para saber que la pregunta es sesgada. Es muy simple: son dos preguntas en una; asume un término que se deriva del otro. Lo cual no necesariamente es cierto.
Si se tratara de una encuesta, pues es una pregunta inútil ya que arrojaría resultados ambiguos. Pero es un plebiscito, y decir “No” significa rechazar una paz duradera y estable, de ahí el truco. Es que ninguna persona de bien y en su sano juicio estaría en contra de tal valor supremo. El plebiscito no solo pregunta. También proporciona la respuesta.
Ya sabemos que así es la política, pero el problema es que “así” también se trivializa el propio valor supremo que se persigue—la paz. Al gobierno colombiano le cuesta tomar distancia del descarnado electoralismo de corto plazo. Ya ocurrió en 2014 y en 2015, cuando identificaba al voto oficialista con la paz y al del opositor, con la guerra. Un acuerdo con las FARC debe ser un acto basado en consensos amplios y cuasi permanentes, nunca el producto de una—por definición transitoria—mayoría electoral.
Del lado de la oposición no lo han hecho mejor. Ni mucho menos, considerando la repetición de perogrulladas. Que las FARC son terroristas, narcotraficantes, delincuentes, marionetas de Fidel Castro y otros lugares comunes. Todas verdades pero que no ocultan ni invalidan la necesidad de un acuerdo de paz. Precisamente porque, dada esta larga guerra sin vencedores ni vencidos, el Estado colombiano no controla la totalidad de su territorio.
Terminar el conflicto es condición necesaria para que Colombia concluya su proceso de unificación e institucionalización estatal
A consecuencia de ello, porciones del territorio colombiano no tienen, ni jamás han tenido, presencia estatal. En vastas zonas de su geografía es “otro” el que recauda impuestos, administra justicia y controla los instrumentos de la coerción; o algo parecido a todo ello. Terminar el conflicto con ese “otro”, los bandidos, es condición necesaria para que Colombia concluya su proceso de unificación e institucionalización estatal. Nada menos, sin mapa no hay “Estado” en sentido estricto del término.
La oposición no solo se opone a rajatabla. Con similar convicción han personalizado su desacuerdo en la figura del presidente Santos, con lo cual se auto descalifican para el debate serio. Es que el encono personal metido en la discusión enceguece, y ante la ceguera de los dirigentes la sociedad desconfía. Como resultado, la otrora fuertemente cohesionada—y endogámica—elite política colombiana aparece hoy dividida. Sería una completa ironía que las FARC logren con la paz aquello que fueron incapaces de conseguir por medio de la guerra.
La oposición haría un servicio al país, y a sí misma, obviando el resentimiento personal y ocupándose de lo importante: el texto del acuerdo. Eso han hecho los organismos de derechos humanos, con espíritu crítico y objetividad al mismo tiempo. Es el ejemplo de Human Rights Watch, conocedores de la realidad colombiana desde hace décadas, identificando incongruencias entre el acuerdo y el derecho internacional, en particular en relación al castigo y reparación de los crímenes de guerra.
Otras organizaciones también han señalado las indefiniciones del acuerdo en temas de narcotráfico. Existe evidencia dura que las plantaciones de coca se han expandido vertiginosamente desde el inicio de las conversaciones de paz. Si las FARC terminan convertidos en Guerreros Unidos, el acuerdo será un boleto sin escalas de la vieja Colombia al México actual, ambas tragedias de derechos humanos.
Si las FARC terminan convertidos en Guerreros Unidos, el acuerdo será un boleto sin escalas de la vieja Colombia al México actual, ambas tragedias de derechos humanos
Son preocupaciones que tironean al comprometido observador. En parte ocurre que la Justicia Transicional, disciplina cuyo objetivo es normar la terminación de estos conflictos, a menudo es una noción oximorónica. Es decir, para que haya transición, muchas veces hay que aceptar menos justicia.
Es razonable, estos acuerdos son fundamentalmente soluciones políticas. Son negociadas, esto es, y negociar siempre supone partir la diferencia. Ningún guerrillero dejaría las armas para terminar en la cárcel de por vida. El meollo de la justicia transicional es que, inevitablemente, toda solución es de segundo orden.
El acuerdo es casi un hecho consumado, hay que reconocerlo. Habrá una gran fiesta en Cartagena, con la presencia de deseables e indeseables, muchos demócratas y varios dictadores que le darán un gran barniz de legitimidad internacional. Nadie podrá estar en desacuerdo.
La paz, sin embargo, es otra cosa. Es hoy una promesa, la promesa de intentar algo nuevo. Es como Obama en relación a Cuba, cuando dijo que el futuro era incierto pero el pasado con el embargo comercial era un fracaso muy conocido. Tal vez no funcione, pero no es mala idea intentarlo.
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