Nadie quiere otro Irak
El fracaso de aquel conflicto ha cambiado la imagen del poder militar occidental y cuestionado las intervenciones extranjeras
Más de una década después, la sombra de la invasión de Irak sigue planeando sobre los debates relativos a las intervenciones militares occidentales. El objetivo era que la invasión, el cambio de régimen y ocho años de ocupación sirviesen para impulsar cambios políticos de amplio alcance en Oriente Próximo. Y, efectivamente, así fue, pero no de la manera que se pretendía. Los partidarios de la guerra sostenían que con ella se obtendrían toda una serie de beneficios, desde impedir la proliferación de las armas de destrucción masiva hasta reducir los riesgos del terrorismo de Al Qaeda, además de democratizar Irak y propiciar la paz entre israelíes y palestinos. Como se vio luego, Irak no tenía armas de destrucción masiva y la implantación de los Gobiernos elegidos quedó enturbiada por la violencia y el terrorismo constantes, que en parte han salpicado a otros países con la creación del Estado Islámico. La política de cambio de régimen encabezada por EE UU y las aspiraciones de construir una nueva forma de Estado iraquí asociadas a ella tenían un nivel de ambición irracionalmente discordante con la capacidad, los conocimientos y el compromiso de la coalición invasora.
La guerra de Irak, pues, ha puesto de manifiesto algunas de las limitaciones de la intervención militar extranjera en un contexto político lejano. Esto ha tenido una repercusión duradera en cómo la gente de todo el mundo percibe el poder militar occidental y ha reconfigurado el debate sobre las intervenciones internacionales.
En primer lugar, hoy en día ha aumentado el escepticismo —tanto entre la opinión pública como entre los responsables políticos de Occidente— acerca de la eficacia del empleo de la fuerza militar para producir cambios políticos. La experiencia aleccionadora de la guerra de Irak reaparece una y otra vez, particularmente en los debates sobre Siria, pero también en otros casos, como el del genocidio de Darfur de hace una década. Se cierne en especial sobre las conciencias de los países que participaron en ella, como EE UU, Reino Unido y España, mientras que Francia destaca entre los países europeos por su postura relativamente favorable a la intervención. Este país ha participado desde entonces en diversas operaciones militares extranjeras en África, por ejemplo colaborando con las fuerzas de la ONU en los bombardeos a las tropas leales al perdedor de las elecciones de 2011 en Costa de Marfil cuando este se negó a dejar el poder. A diferencia del Parlamento británico o de la cúpula estadounidense, el país estuvo a favor de los ataques aéreos en respuesta al empleo de armas químicas contra civiles por parte de El Asad en Siria en 2013, aunque sin llegar a pretender un cambio de régimen.
Al fin y al cabo, la segunda gran repercusión de Irak es que escasean las ganas de que haya cambios de régimen. Una rara excepción fue el caso de Libia en 2011, donde la zona de exclusión aérea impuesta por diversos países sirvió de paraguas a las fuerzas locales para derrocar a Gadafi. Pero la dificultad para estabilizar Libia desde entonces ha reafirmado el escepticismo respecto a los cambios de régimen.
En tercer lugar, ahora hay incluso más desconfianza de la habitual en cuanto a la idoneidad del empleo de la fuerza militar para proteger a la población civil y fomentar la democracia. De hecho, uno de los asuntos que salió a la luz con el reciente Informe Chilcot de Reino Unido sobre la guerra de Irak fue que, fuera de EE UU, siempre hubo mucho escepticismo en relación con la idea de que el cambio de régimen conduciría rápidamente a la democracia. Por el contrario, los argumentos ex puestos ante la ONU fueron sobre todo de carácter legal y se referían a que había que obligar a Irak a cumplir las disposiciones internacionales sobre el régimen de no proliferación de las armas de destrucción masiva. Los líderes políticos sí hicieron hincapié en el carácter brutal del Gobierno de Sadam Husein para que les fuese más fácil lograr el apoyo de la opinión pública a la guerra. Pero es un error pensar que el objetivo fundamental de esta era proteger la democracia y los derechos humanos en Irak; fue más bien un añadido a una lista de motivos geopolíticos.
Puede que el escepticismo respecto al uso de la fuerza militar haya prevenido algunos conflictos y hecho más hincapié en los medios no militares para resolver otros. En particular, el deseo de evitar otro conflicto parecido al de Irak probablemente sea una de las causas de que el grupo P5+1 lograse respaldar unánimemente un acuerdo diplomático con Irán para controlar su programa nuclear mediante un sistema de inspecciones internacionales.
La tragedia siria muestra que el mundo está fracasando en las intervenciones militares
Sin embargo, se siguen llevando a cabo intervenciones militares internacionales; lo único que ocurre es que su carácter ha cambiado con respecto a 2003. En general, no llegan a cambiar los regímenes, y normalmente se justifican alegando la lucha contra el terrorismo, como los ataques aéreos internacionales contra el ISIS en Irak y Siria, o para proteger a un Gobierno de una rebelión, como la intervención liderada por Arabia Saudí en Yemen. En esta última, EE UU ha difundido los ataques con drones por Afganistán, Pakistán y Yemen, al tiempo que empleaba fuerzas especiales. En ocasiones la intervención es encubierta e indirecta, lo cual la abarata y facilita la retirada. En 2011, EE UU apoyó en Libia y en Siria a los rebeldes contra sus regímenes autoritarios, pero solo hasta cierto punto. Cuando empezó a dudar de que un cambio de régimen en Siria fuese realmente útil a sus intereses pudo restringir el apoyo a la oposición siria mucho más fácilmente que si se hubiese tenido que retirar de un enfrentamiento militar directo, si bien con ello hizo que la oposición se sintiese traicionada, lo cual a su vez incrementó el apoyo al Estado Islámico. Por otra parte, Siria ya no se enfrenta a la amenaza de una intervención militar occidental directa contra el régimen. Pero sí de una intervención militar rusa e iraní que a menudo va dirigida contra la población civil y que refuerza la potencia de fuego del Gobierno, pero que también hace trizas la soberanía del país. Cada vez es más difícil contar el número de países que han bombardeado territorio sirio.
La tragedia que está teniendo lugar en Siria muestra que el mundo está fracasando estrepitosamente a la hora de resolver el problema de la intervención internacional. Pero, a pesar de todas las promesas de “nunca más” que siguieron a las limpiezas étnicas de Ruanda y Bosnia, la disposición y las opciones de la comunidad internacional siguen siendo escasas cuando se trata del problema de proteger a la población de sus propios Estados. Se critica, y por buenas razones, el concepto de “intervención humanitaria” por ser una coartada para los intereses geopolíticos, pero sus detractores no han sido ni mucho menos capaces de encontrar mecanismos alternativos para proteger a la población civil expuesta a las masacres y a las limpiezas étnicas.
Jane Kinninmont es investigadora y subdirectora del programa de Chatham House para Oriente Próximo y el norte de África.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.