Francia acabará pagando un precio
Francia y sus dirigentes acaban de ser víctimas de un trágico contraste. El 14 de julio acababa de celebrarse un magnífico desfile militar, precedido por guerreros maoríes como homenaje a los combatientes neozelandeses de la Primera Guerra Mundial. La Eurocopa de fútbol estaba recién terminada; con una selección nacional derrotada, es cierto, pero que reflejaba la diversidad del país y había recuperado la adhesión popular. Era como si todos, por fin, aspirasen a reencontrarse y celebrar la fiesta juntos. Pese a las voces discordantes que, desde la oposición, habían pedido que no se establecieran las fan zones por miedo a los atentados, todo había salido bien. Y como cada año, por última vez en sus cinco años de mandato, el presidente François Hollande había tomado la palabra, tras el desfile en los Campos Elíseos, para asegurar a los franceses que empezaban a confirmarse “las mejores” perspectivas económicas (más crecimiento, menos desempleo), e incluso anunciar el levantamiento del estado de emergencia, ese conjunto de disposiciones que otorgan a la policía y la justicia unos medios jurídicos excepcionales, supervisados por los jueces, para luchar mejor contra el terrorismo. En resumen, Francia comenzaba a respirar y a dejar atrás las terribles experiencias de 2015.
No obstante, al acabar su discurso, el presidente recordó la existencia y la permanencia de la amenaza terrorista, así como la paciencia que iba a ser necesaria para derrotarla. Ser presidente, dijo, es ante todo “hacer frente a la muerte”...
Unas horas más tarde, cuando en todas partes se festejaba el 14 de julio, se produjo un nuevo y espantoso atentado en Niza, en el Paseo de los Ingleses, centro neurálgico de una vida cotidiana de felicidad y símbolo del atractivo turístico de la Costa Azul. Una cosa es saber que vivimos con la amenaza terrorista y otra, vivir la tragedia. Ahora hay un antes y un después. Un antes que se había vuelto voluntaria y excesivamente confiado; un después hecho de duelo, tristeza y rabia. Para hacerse idea de la conmoción, basta recordar que Francia no vivía un periodo tan terrible y mortífero desde que terminó la guerra de Argelia, en los primeros años sesenta. Para las nuevas generaciones que no han conocido más que la paz, ha sido un descubrimiento cruel en un país que acaba de sufrir el mayor atentado cometido por una sola persona en Occidente.
Las consecuencias para Francia serán diferentes si se trata de la obra de un lobo solitario —el asesino de Niza, de origen tunecino, estaba fichado por actos violentos, pero no era practicante, ni siquiera religioso— o de una operación terrorista inspirada u organizada por el ISIS. En el primer caso, por paradójico que resulte, el peligro es mayor, porque ni la policía ni ningún servicio secreto va a poder jamás impedir que actúe un individuo que es, por definición, desconocido. En el segundo caso, existen medios, que pueden ser criticables y mejorables (una comisión parlamentaria ha denunciado las rivalidades entre los distintos servicios, sus fallos de coordinación y los insuficientes intercambios de informaciones entre las policías nacionales de los países europeos).
Pero el resultado de este combate depende, a la hora de la verdad, de la guerra contra el ISIS en su territorio. El verdadero peligro, en esta ocasión, es que se rompa la sociedad francesa. El principal responsable de los servicios secretos, interrogado por los parlamentarios, ya ha hablado del riesgo de guerra civil: en su opinión, existe la posibilidad de que algunos sectores de la extrema derecha arremetan indiscriminadamente contra la comunidad musulmana. Este es un análisis que comparten intelectuales e investigadores, que reprochan a los políticos que hayan dejado crecer una auténtica fractura en la sociedad francesa y cuestionan los avances del salafismo. En realidad, hasta el momento, a pesar de las constantes estigmatizaciones, y en conjunto, los franceses no han caído en reacciones desmesuradas.
No se puede decir lo mismo de los políticos; desde este punto de vista, vivimos un verdadero desastre nacional. Al día siguiente de la tragedia, desde primera hora de la mañana, se multiplicaron las proclamaciones, cada una más concluyente que la otra. El ex primer ministro Alain Juppé, que encabeza por ahora la lista de candidatos de la derecha a la elección presidencial, declaró que “si se hubiera hecho todo lo necesario, no se habrían producido los atentados”. Pero ¿qué es lo necesario, monsieur Juppé? Unos dicen que hay que cerrar las fronteras: interesante, salvo que los autores de los atentados cometidos hasta ahora eran todos franceses y vivían en el hexágono... ¿Encarcelar a los sospechosos? Eso nos llevaría a hace dos siglos, al periodo de la Revolución y la Ley de los Sospechosos, o nos empujaría a construir un Guantánamo multiplicado por diez, porque los supuestos sospechosos son casi 10.000. ¡O podríamos hacer lo que sugiere un diputado de la derecha y dotar a los policías de lanzacohetes! Es curioso que los mismos que critican a Donald Trump por instrumentalizar las recientes matanzas ocurridas en Estados Unidos no estén lejos de hacer lo mismo.
La verdad es que todo está marcado por la perspectiva de la elección presidencial. La oposición recuerda, sin duda, el golpe tan duro que asestó al presidente de la República al negarle los medios constitucionales para hacer permanentes determinadas disposiciones del estado de emergencia. Ahora va a seguir intentando debilitar al jefe del Estado para apartarlo de la carrera, sean cuales sean las circunstancias. Precisamente ahora que, por el contrario, habría sido tan necesario demostrar su capacidad de unión. Los políticos animan a la sociedad francesa a guardar la calma, a dar pruebas de cohesión y unidad, todo aquello que constituye el único baluarte contra el terrorismo, mientras que ellos hacen todo lo contrario y contribuyen cada día a fragmentarla un poco más. Es inevitable que Francia acabe pagando el precio.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
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