Obama en Hiroshima
El presidente de EEUU prepara un gesto de alto valor simbólico en Japón para coronar su programa contra el arma nuclear
Hay gestos que curan, actos simbólicos con capacidad terapeútica. Lo más parecido a milagros laicos o morales. Willy Brandt, de rodillas ante el monumento del gueto judío de Varsovia (71.000 judíos caídos en la represión nazi de la insurrección o deportados), en diciembre de 1970. François Mitterrand y Helmut Kohl, cogidos de la mano ante el osario de Douaumont en septiembre de 1984, donde se hallan enterrados y mezclados 130.000 cadáveres de jóvenes alemanes y franceses sin identificar, en Verdún, escenario de las matanzas de la I Guerra Mundial.
Gestos como los de Varsovia y Verdún suelen ser fruto de una larga y callada meditación, aunque luego parezcan espontáneos y sorprendentes. Brandt había depositado una corona como parte del protocolo más ordinario de la visita del canciller, pero quiso significar de forma más emotiva y explícita el pesar de los alemanes por el dolor infligido a los judíos, a Europa entera, y especialmente a los países del antiguo bloque comunista, los destinatarios de la apertura al Este, la Ostpolitik, con la que el brillante político socialdemócrata y antiguo resistente contra el nazismo inició el camino hacia la reunificación alemana y europea.
Gestos como el de Willy Brandt de rodillas ante el monumento del gueto de Varsovia tienen poder curativo
El acto que presidían Kohl y Mitterrand ya era de un alto simbolismo en la reconciliación entre franceses y alemanes, pero el presidente francés quiso desbordar el protocolo para condensar en una imagen elocuente que quienes pudieron coincidir frente a frente y matarse uno al otro en la II Guerra Mundial eran ahora el motor que impulsaba la unidad de los europeos. Nunca como en aquellos años funcionó el tractor franco-alemán que condujo al ingreso de España, al Mercado Único y al Tratado de Maastricht, entre muchas otras cosas, la mejor época de la Europa que hemos conocido.
Ahora le corresponde a Obama conseguir un gesto de fuerza simbólica semejante. Su secretario de Estado, John Kerry, le ha allanado el camino y ha anunciado incluso cuándo se presentará la oportunidad. Kerry se hallaba este pasado lunes en Japón en una reunión de ministros de Exteriores del G7, el grupo de países más industrializados, para aprobar precisamente la Declaración de Hiroshima, sobre el desarme nuclear y el combate contra la proliferación de armas nucleares. Allí el secretario de Estado visitó el museo que conmemora el uso de la bomba atómica por primera vez como arma de guerra y aprovechó la circunstancia para escribir en el libro de honor que "todo el mundo debería venir y sentir la fuerza de este memorial". ¿También el presidente de Estados Unidos?, le preguntaron los periodistas japoneses en la conferencia de prensa posterior. "Todo el mundo es todo el mundo. Algún día, así lo espero, sea o no como presidente", respondió.
Obama estará en Japón dentro de unas semanas, a finales de mayo, con motivo de la cumbre del jefes de Estado y de Gobierno del G7 que se celebrará en la península de Shima, y muy probablemente tendrá la oportunidad de desplazarse hasta Hiroshima, tal como espera la opinión pública japonesa. La visita de Kerry tuvo ya un fuerte contenido simbólico, puesto que es el primer secretario de Estado que visita la ciudad, siete décadas después del bombardeo. Pero la visita de un presidente y sobre todo de alguien como Obama que ha hecho del desarme nuclear uno de los puntos centrales de su programa presidencial, sería un gesto insólito de valor para los japoneses, pues reafirmaría tanto la alianza con Estados Unidos como el valor de la Constitución pacifista japonesa, redactada bajo la sombra del arma nuclear.
Obama sucedió en 2008 a uno de los presidentes más proliferadores de la historia, abstracción hecha de Harry Truman que fue el único que utilizó el arma nuclear en Hiroshima y dos días después en Nagasaki (más de 200.000 muertos en total). George Bush abogó por mantener y desarrollar el arma nuclear; se opuso a la ratificación del Tratado de Limitación de Pruebas Nucleares para poder ensayar con las llamadas bombas de bolsillo; llegó a especular con el uso de una cabeza nuclear táctica contra las instalaciones nucleares de Irán, que habría significado el tercer golpe nuclear de la historia y habría tenido consecuencias devastadoras; fragilizó la doctrina antiproliferación con un acuerdo nuclear con India, un país con el arma nuclear que no ha firmado el Tratado de No Proliferación (TNP) y que en buena lógica no debía tener asistencia de los países firmantes; e impartió una auténtica lección proliferadora a Corea e Irán cuando no tenían todavía armas nucleares: quien no quiera ser atacado como Sadam Husein, que no poseía armas de destrucción masiva, mejor que las adquiera lo más rápidamente posible para evitarlo.
Al llegar a la Casa Blanca, Obama empezó a revertir los efectos de la belicosa presidencia anterior. Negoció y firmó el Nuevo Start, un tratado de reducción de armas nucleares que recorta el arsenal de las dos grandes potencias de la guerra fría a la mitad. Pronunció en Praga un discurso de resonancias históricas, en el que fijó como objetivo la desaparición de las armas nucleares. Y consiguió el acuerdo por el que Irán renuncia al arma, en el marco multilateral del Grupo 5+1, (los cinco miembros del Consejo de Seguridad, todos con arsenal atómico, más Alemania).
También hay un debe en su cuenta nuclear. EE UU no ha reducido ni un centavo en su programa de renovación nuclear para los próximos 30 años, por valor de un billón de dólares (un trillón inglés). Durante su presidencia, Corea del Norte ha seguido avanzando hacia la obtención de un arma disponible sobre un misil de largo alcance. Rusia ha inscrito de nuevo el uso del arma atómica en el corazón de su doctrina estratégica, ya sea en respuesta a un ataque nuclear, ya de un ataque con fuerzas convencionales que Moscú considere una amenaza existencial. Muy poco se ha avanzado en los tratados multilaterales pendientes, el de limitación de pruebas y el de producción materiales nucleares, y nada en las conferencias de revisión del Tratado de No Proliferación, cuya última sesión, la de 2015, terminó sin texto de conclusiones. Las mayores piedras en el zapato de la proliferación son la polémica desnuclearización de Oriente Próximo, con su derivada en Pakistán e India, países proliferadores enfrentados que no han firmado el TNP; y el desproporcionado comportamiento de las cinco potencias nucleares reconocidas, que se limitan a mantener el status quo sin aplicarse en la obtención del objetivo del desarme total al que se comprometieron por el Tratado.
No sabemos que hará Obama en Japón, aunque es probable un gesto curativo como los de Brandt en Varsovia y Kohl y Mitterrand en Verdún. No hay en la opinión pública japonesa una especial expectativa respecto a la eventual petición de perdón del presidente del país que les bombardeó hace 71 años, pero es difícil que el Premio Nobel de la Paz de 2009 no tenga un gesto de profunda pena por el daño causado y por la era del terror nuclear abierta aquella madrugada siniestra de agosto de 1945 en que el Enola Gay lanzó Little Boy —así se llamada la bomba— sobre el centro de Hiroshima. Un gesto bien meditado de Obama en el Memorial de Hiroshima sería una excelente culminación para su presidencia y un legado desproliferador, una buena noticia por tanto no tan solo para los japoneses sino para todos los habitantes del planeta.
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