Los populistas xenófobos cambian el mapa político en Alemania
Sajonia-Anhalt ilustra algunas claves del gran auge de Alternativa para Alemania (AfD) EL PAÍS inicia una serie con ocasión de las elecciones regionales del domingo en tres Estados
“Olvidemos por un momento el desastre de los refugiados. Nos conformaríamos con que los gobernantes trabajaran para el pueblo. Pero hace tiempo que se comportan como traidores”. Es el momento álgido de la noche. André Poggenburg, el cabeza de lista de Alternativa para Alemania (AfD), se ha metido en el bolsillo al medio centenar de personas reunidas en este hotel-restaurante de Halberstadt, una pequeña ciudad de la Alemania oriental. Entre cerveza y cerveza que los solícitos camareros traen a las mesas, los asistentes aplauden y asienten con la cabeza ante cada invectiva contra aquellos que, según los oradores, han llevado el país al desastre. Aquí nadie tiene dudas. Todos votarán el próximo domingo a la formación que se ha convertido en el terror del establishment político. Todos piensan que solo ellos pueden impulsar el nuevo comienzo que el país necesita.
Hace tiempo que el ascenso de AfD preocupa a lo que ellos denominan, con una mueca de desprecio, “los partidos establecidos”. Pero las encuestas de los últimos días rebasan las peores previsiones. En Sajonia-Anhalt, el Estado donde se celebra la “reunión ciudadana” de Halberstadt, los populistas de derechas se acercan al 20% de los votos, lo que les situaría como tercera o incluso segunda fuerza, por delante de los socialdemócratas. En Baden-Wurtemberg, otro de los tres Estados en juego el 13 de marzo, el SPD también sufre la humillación de pelear por el tercer puesto con un partido que no considera democrático.
"Merkel es como Honecker"
A los simpatizantes de Alternativa para Alemania (AfD) reunidos en Halberstadt no les gusta lo que la prensa escribe sobre ellos. “¿Extremistas nosotros? Justo al contrario. Yo votaría a la CDU de los años setenta y ochenta. Es Merkel la que ha traicionado el legado de Adenauer”, se indigna un hombre entre los gestos afirmativos de sus compañeros de mesa.
Bernard Niedung, albañil ya jubilado, va más allá con las comparaciones históricas. “La CDU ha dejado de existir. Ahora es tan solo el partido de Merkel. Igual que ocurría con Honecker [el líder de la Alemania comunista]. Sé de lo que hablo porque también lo padecí”, asegura.
Son argumentos habituales entre los votantes orientales de AfD. En el este, el partido muestra su cara más radical y, al mismo tiempo, cosecha sus mayores éxitos. El politólogo Hendrik Träger explica la mayor implantación de los populistas en esta zona por una mezcla de factores: una cultura política democrática menos desarrollada, una sociedad homogénea poco acostumbrada a tratar con extranjeros y, en el caso de Sajonia-Anhalt, un mayor porcentaje de población de rentas medias-bajas que se siente obligado a competir por las ayudas sociales con los refugiados.
Poggenburg pertenece al sector duro de AfD. Al contrario que otros dirigentes del partido, él no rechaza los parecidos con el Frente Nacional de Marine Le Pen —“su política europea coincide con la nuestra”— ni reniega de la etiqueta de populista de derechas “siempre que quiera decir que defiendo los intereses nacionales”. ¿Qué opina del alcalde que dimitió por el acoso al que le sometían los vecinos por su apoyo a los refugiados? “Bueno, él actuó contra los deseos de la gente. Un gobernante está para servir al pueblo”, responde a EL PAÍS este poco exitoso empresario que arrastra varias órdenes de detención por impagos. Da igual que la proporción de extranjeros en su Estado sea la más baja del país, Poggenburg clama contra la “inmigración en masa desenfrenada” y propone gastar menos en los solicitantes de asilo para aumentar las ayudas a la población autóctona.
Sajonia-Anhalt, un Estado poco relevante con solo dos millones de habitantes, es quizás el caso más extremo de un fenómeno que recorre toda Alemania: el hartazgo ante las elites. La crisis de refugiados ha servido como válvula de escape, pero AfD recoge el descontento que embarga a una parte de los alemanes por motivos de lo más variados: desde el canon que todos los hogares deben pagar por la radio y la televisión pública a los planes del Gobierno para limitar los pagos en efectivo a 500 euros; desde los rescates a Grecia hasta lo que ellos denominan “propaganda de las minorías sexuales”.
El partido que encabeza Frauke Petry demostró su implantación nacional el pasado domingo, cuando quedó tercero en las elecciones locales en el rico y occidental Estado de Hesse. Los que pensaban que se trataba de un fenómeno exclusivamente oriental erraron el tiro.
Pese a que agiten diversas banderas, solo la crisis de refugiados explica el resurgir de una formación que el pasado verano parecía haber caído en la irrelevancia, víctima de sus divisiones internas y de su deriva radical. AfD no está en el Parlamento nacional, pero, dejando a un lado a los bávaros de la CSU, se ha convertido de facto en la única oposición a la política migratoria de la canciller Angela Merkel.
Ninguna de las estrategias para bloquear su ascenso parece funcionar. Ni el aislamiento defendido por destacados líderes socialdemócratas —que se niegan a acudir a debates televisados con representantes del partido—, ni el intento de algunos democristianos de asumir parte del lenguaje duro frente a la inmigración, aunque ello suponga incurrir en la esquizofrenia de atacar a la líder de su partido.
Las presiones de Merkel no impidieron hace dos años que los siete eurodiputados de AfD fueran admitidos en el grupo parlamentario de los tories británicos. Esta semana, a solo cuatro días de las elecciones, los denominados Conservadores y Reformistas Europeos anunciaron su expulsión por haber defendido el uso de armas para evitar la entrada de inmigrantes en Alemania.
En Halberstadt, los asistentes a la reunión explican por qué están aquí. “El Gobierno nos quita el dinero del bolsillo para dárselo a los refugiados”, protesta Dirk Steffan, antiguo votante de izquierdas. No es un caso único. Además de atraer a antiguos democristianos decepcionados por el centrismo de Merkel, también cuenta con ciudadanos que antes votaban al SPD, Die Linke o se abstenían. “Hemos perdido la soberanía. A este paso, Alemania va a dejar de existir”, señala Jutta Weissel, que apunta al húngaro Orbán y al ruso Putin como modelos a seguir y tacha a Merkel de “traidora al pueblo”. Al recordarle que los nazis usaban ese concepto, reflexiona un instante y responde: “Puede ser. Pero eso no tiene nada que ver con la situación actual”.
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