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Columna
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Reverencia brasileña

Brasil es un país con una democracia acostumbrada aún a quemar incienso a los pies del poder, más que a criticarlo

Juan Arias

Una conversación informal con la joven universitaria de São Paulo Mariana Esteves me confirmó la tesis, defendida por no pocos brasileños, que existe aún en esta sociedad una excesiva reverencia con el poder, y que la estudiante achaca al hecho de que Brasil es un país que “fue construido por las víctimas”.

La tensión política, en el amanecer de este 2016 se agudiza en la cumbre y se enfría en la calle, según revelan algunos sondeos de opinión. Los indignados con el Gobierno empiezan a encoger, mientras sus defensores anuncian su salida a la calle.

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Los programas de humor o sátira política prácticamente han desaparecido de los programas televisivos, aunque en parte han sido recuperados en las redes sociales. La sátira es, sin embargo, la sal que impide que la democracia se corrompa.

La gravedad de las crisis que vive Brasil es manifiesta y señalada por la prensa internacional; los escándalos de corrupción aumentan de número y gravedad cada día, mientras los indignados disminuyen.

Todo poder paternalista está más cerca de una dictadura, aunque encubierta, que de una verdadera democracia

¿Por qué? ¿Cansancio o desencanto ante la inmovilidad de los responsables de sacar al país del atolladero? ¿Parálisis de la oposición que parece dormir tranquila ajena al terremoto en curso?

Quizás, pero también por el hecho de existir aún incrustada en la sociedad una exagerada reverencia con los poderes, político, económico y hasta religioso.

No lo dice el periodista. Aparece en la conciencia de brasileños de varios extractos sociales que confirman esa dificultad de criticar a la autoridad con la que se prefiere compadrear.

A pesar de la falta de credibilidad que hoy ofrecen los políticos y sus partidos, Brasil es un país con una democracia más acostumbrada a quemar incienso a los pies del poder que a exigirle cuentas.

Es tal la dificultad para contrastar y vigilar a la autoridad, que hasta los periódicos que ejercen su función cívica y social como lo es la de ser la conciencia crítica del poder, son considerados de oposición. Los periodistas existen, sin embargo, para ser portavoces de la sociedad, no del poder. Para sacar a la luz lo que los poderosos intentan esconder.

En cualquier democracia desarrollada, los estudiantes universitarios suelen ser, por ejemplo, una de las voces más críticas del Gobierno.

En Brasilia se ha visto, sin embargo, como algo normal que la joven presidenta de la Unión Nacional de Estudiantes, Carmen Vitral, tomara las dos manos de la presidenta Dilma Rousseff y las llevara hasta su boca para besarlas en señal de pleitesía.

Que los jóvenes, del color político que sea, salgan a la calle para aplaudir o defender al Gobierno suele darse solo en las dictaduras.

Si el joven es conformista a sus 20 años ¿cómo será a los 60?

Lo estamos viendo con muchos viejos militantes de izquierda que habían luchado de jóvenes contra la dictadura y hoy se mecen en el conservadurismo y la corrupción.

De pecar de algo el joven, debería ser de ardor libertario e irreverente con los poderes, de los que nunca reciben lo que les haría justicia.

La universitaria paulista, la que me confirmó la existencia de ese pecado de reverencia exagerada con el poder que, dijo, “los brasileños llevan en la sangre”, es de una familia humilde que tuvo que trabajar duro para salir adelante. Según ella, Brasil es un país “que fue construido por víctimas”, nunca por personas que decidieron venir libremente para construirlo juntos como ocurrió en otras partes del mundo.

Los colonizadores europeos, en su gran mayoría eran enviados a la fuerza o llegaban en busca de pura aventura, víctimas y parias también ellos en sus países de origen.

Después llegaron los millones de africanos que sirvieron como esclavos de mano de obra bruta y servil. Acabaron abandonados a su suerte.

Todas esas víctimas crearon, según ella, una mentalidad que supone reverenciar al poderoso, para ser menos castigado y humillado, o para conseguir alguna ventaja para sus vidas duras y sin derechos.

“Hoy soy consciente que necesitamos liberarnos de esa necesidad de agradar al poder en vez de ser su conciencia crítica, pero no es fácil cuando tus antepasados crecieron bajo esa cultura del miedo al poderoso o el jeitinho [una flexibilidad sin acatar muchas normas ni leyes] para arrancarle algunas ventajas, lícitas o no”, explicó la joven Mariana.

En su columna del diario O Globo, Marcio Tavares D'Amaral, escribió días atrás: “En nuestro pasado siempre hubo quién nos dijera qué hora es”.

Me permito tomar su frase feliz para aplicarla, aunque en otro sentido, para indicar por qué en Brasil existe aún tanta reverencia con los poderosos. Quizás porque sus gentes se acostumbraron desde el inicio a que fueran ellos quienes decidían qué hora marcaba el reloj.

¿Habrá llegado el momento en el que el Brasil en busca de modernidad decida indicar la hora en que desea vivir una democracia adulta, sin miedo a expresar sus críticas y descontentos?

A ello no se llega si dejamos que sean los interesados en mantener sus privilegios y perpetuidad política quienes nos sigan indicando qué hora marca el reloj.

Todo poder paternalista está más cerca de una dictadura, aunque encubierta, que de una verdadera democracia.

Si dejásemos sin vigilancia al poder seguirá imponiéndonos la hora de su reloj, aunque sea a costas de secuestrar a los nuestros.

Por lo menos no se los coloquemos tan fácilmente a sus pies.

Sería el suicidio de la democracia.

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