Las frustraciones de la perfección
Existe en el ser humano una propensión fuerte a despreciar las ventajas y magnificar los males de la época en la que le toca vivir (Edward Gibbon, historiador inglés)
Se aproximan las elecciones españolas y los políticos de todos los partidos se esforzarán para convencer al electorado de que poseen la receta para construir el país soñado, una nación estable y próspera como Suecia o Suiza o Canadá, o quizá la más afortunada de todas —porque tiene sol, playas, buena comida y vino—, Australia.
No solo en España sino prácticamente en todo Occidente el objetivo implícito al que se aspira en los discursos políticos es algo que se parece a la utopía australiana: bajo desempleo, bajo déficit, baja criminalidad, baja corrupción, alto crecimiento, solidez financiera, igualdad social y un sistema judicial fuerte e independiente.
Y como si con todo eso no hubiera suficiente motivo de envidia, Australia es además una sociedad cuyo espíritu es refrescantemente igualitario, un lugar en el que el recepcionista no se arruga ante el jefe de la empresa. “Hola, tío”, se dicen cuando se saludan por la mañana. Nada de feudalismos, de “Buenos días, señor presidente”, o “licenciado”, o “doctor”, como suele ser la costumbre en demasiados países hispanos.
Sin embargo, acabo de pasar diez días allá y lo que sentí al subirme al avión para el vuelo de vuelta, sabiendo que lo que me esperaba era el relativo desorden de la vieja Europa, fue alivio. Por un lado, porque las preocupaciones de los australianos son tan banales; por otro, porque el paraíso aburre.
Teniendo los problemas materiales de la vida resueltos, la obsesión nacional en Australia es evitar la muerte. No pasó un día durante mis visitas a Melbourne, Brisbane y Sídney sin que me enterara de una novedosa iniciativa propuesta por el papá Estado para intentar eliminar todo riesgo y toda posibilidad de sufrimiento de la existencia del infantilizado ciudadano medio australiano.
Tuve una pista de lo que me esperaría nada más aterrizar en el aeropuerto de Sídney. Antes de pasar por migración un letrero tras otro transmitía la noción de que uno llegaba a un país ansioso por protegerse de los males que percibe en el resto del mundo. No solo existía temor por el ébola, sino por algo llamado síndrome respiratorio de Oriente Próximo. También, por razones que no llegué a entender, cualquiera que hubiera estado en América Central o del Sur en los anteriores seis días estaba obligado a rellenar un formulario especial.
Sospeché que éste no iba a ser un país muy amigable con los fumadores y no me equivoqué. Los paquetes de cigarrillos mencionan la marca de tabaco en letra diminuta y lo que asalta los ojos en todos los casos son fotos casi pornográficas de lenguas o gargantas cancerosas, de pulmones podridos, de grises bebés recién nacidos, sus caras cubiertas con máscaras de oxígeno.
En el parque central de Sídney había carteles que ponían: “Por su seguridad les advertimos que no visiten el parque después de lluvias o vientos fuertes debido al riesgo de problemas en los arboles” —es decir, de que a uno se le caiga una rama encima—. Descubrí que en los colegios se han prohibido los columpios, por los peligros que conllevan; que los profesores deben tener todos un certificado, renovable cada seis meses, que constate que están capacitados para responder a una emergencia precipitada por la alergia a los cacahuetes; que parte del trabajo del maestro consiste en enseñar a los niños a teclear de tal manera que se reduzca al mínimo la posibilidad de contraer estrés manual.
En las playas todos se visten como hace cien años, la mayor parte del cuerpo cubierto, por temor a los rayos del sol. Las multas son enormes para los conductores que superan por más de tres kilómetros por hora los bajísimos límites de velocidad, y también para aquellas personas que se arriesgan a atravesar las calles por un lugar que no sea un cruce peatonal. Los autobuses llevan letreros advirtiendo al público, inexplicablemente, que “no entren al bus por la ventana”; y cualquiera que pretenda trabajar en una obra de construcción debe superar una serie de pruebas en las que le preguntan, por ejemplo, si está enterado del correcto procedimiento para ascender por una escalera sin caerse.
Y, como medida literalmente destinada a evitar la muerte, cada australiano cuando cumple 50 años, recibe del Gobierno como regalo un receptáculo de plástico, por decirlo de cierta manera, en el que debe enviar una deposición excremental al Ministerio de Salud. El propósito es poder detectar con antelación la posibilidad de que los susodichos señores o señoras padezcan de cáncer de intestino.
El objetivo de relatar todo esto no es ridiculizar a Australia, un país manifiestamente admirable, sino aprovechar la oportunidad para proponer un par de reflexiones sobre nuestra especie. Una, que si los seres humanos no tienen problemas se los tienen que inventar. Dos, como ya sabíamos, pero siempre vale la pena recordarlo, que los problemas de los países son relativos.
Vistas desde la perspectiva de gran parte de América Latina, África, Asia u Oriente Próximo, España o Gran Bretaña, por tomar un par de ejemplos, son naciones tan apacibles, mansas y prósperas como Australia para un español o un británico. Que en España o Gran Bretaña surjan movimientos secesionistas o nuevos partidos políticos clamando contra la injusticia y la desigualdad social parecería responder, para la mayoría de los habitantes de la Tierra, a una necesidad de generar problemas donde no los hay.
Y no hay ningún país con menos problemas que Australia; ninguno que haya logrado una calidad de vida material mejor en la historia de nuestro planeta. Pero no han logrado ni la tranquilidad ni la complacencia porque nunca nada es suficiente para el ser humano. La lección que nos dan los australianos es que la vida sin lucha no es vida. Siempre nos sentiremos frustrados, siempre soñaremos con más y no estaremos satisfechos hasta que conquistemos la vida eterna. Y quizá entonces ni siquiera.
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