Repensar la inmigración
Europa reacciona en la urgencia pero sin atacar jamás el problema en origen
Durante la reunión del jueves pasado, el Consejo Europeo ha hecho una llamada al orden: los jefes de Estado y de Gobierno, al constatar la ruptura de la Unión en dos bloques, entre aquellos que aceptan el reparto de los refugiados por cuotas y los que lo rechazan, han dicho claramente a la Comisión de Bruselas que su proposición no puede imponerse a la voluntad soberana de los Estados.
La política migratoria no es un sector comunitario, sino que forma parte de los poderes públicos nacionales. Esta verdad, que muchos tienden a olvidar, tiene una gran importancia, pues refleja una realidad de fondo: la Unión no es una nación con capacidad para definir libremente el carácter étnico y cultural de su composición, sino 28 naciones, cada una de ellas con una idea muy precisa de lo que es, y con la intención de seguir controlando, por mil razones, la composición de sus poblaciones. Por supuesto, quieren responder a la urgencia humanitaria acogiendo a miles de desgraciados, pero no quieren embarcarse en una senda que haría de la Comisión el árbitro del control de las fronteras nacionales, pese a las orientaciones de Schengen.
Esta actitud subraya, por cierto, una tendencia que se impone desde hace varios años: la de la renacionalización progresiva de la política migratoria, resultado del debilitamiento de la construcción política europea.
Pero lo más importante es que esta reunión ha mostrado también que los responsables europeos no han comprendido las consecuencias de los cambios fundamentales de la demanda migratoria. Es evidente que el concepto tradicional del demandante de asilo ha cambiado, en estos últimos años, bajo el efecto del crecimiento exponencial de las desigualdades. La separación entre los peticionarios de asilo y los inmigrantes económicos se está difuminando. La gran mayoría de los demandantes proviene, hoy día, de países que no están en situación de guerra civil: Nigeria, Gambia, Somalia, Senegal, Malí y otros. Siria, Irak y Afganistán, en guerra abierta, son tan sólo parte de esta demanda. La gran pregunta que se le formula ahora a Europa es: ¿qué hacemos frente a esta situación, presente y futura? Actualmente se reacciona en la urgencia, siempre de manera incoherente y después de tragedias sangrantes, sin atacar jamás el problema en origen. Ya es hora de mirar de frente a las mutaciones históricas en curso, y especialmente al gran desplazamiento de las poblaciones como consecuencia de la globalización económica, y repensar por completo la política migratoria europea.
Hay, tan solo, dos maneras de afrontar este nuevo reto histórico: bien aumentando el número de admisión de asilados, indispensable si Europa, necesitada de un potente acelerador demográfico, no quiere convertirse en un continente de ancianos (mal) asistidos, bien poniendo en marcha una gran política de ayuda al desarrollo de las regiones concernidas para estabilizar las poblaciones. Estas dos vías pueden inteligentemente entrecruzarse, lo que significa repensar las políticas de ayudas al desarrollo tanto de Europa como de las naciones europeas, y situar a la inmigración en el centro de las estrategias de cooperación.
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