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Erdogan, el rey está desnudo

El islamista moderado que modernizó Turquía anda embarcado en una cruzada megalómana para convertir el país en presidencialista

Andrés Mourenza
Fernando Vicente

La carrera del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan (Estambul, 1954), durante los últimos veinte años ha sido imparable: fue el alcalde de Estambul que llevó los servicios públicos a los barrios pobres; el político islamista que ganó el pulso a los militares y sus veleidades golpistas; el hombre de Estado que abrió las negociaciones de adhesión a la Unión Europea; el primer ministro que encabezó el periodo más estable de la democracia turca y que, tras ello, fue elegido jefe de Estado. Cualquiera en su lugar se retiraría a disfrutar de los laureles de la gloria.

Pero eso, a Erdogan, no le basta. Quiere convertir Turquía en un régimen presidencialista encabezado por él mismo —para lo que necesita que su partido obtenga una amplia mayoría en las elecciones de este domingo— y así seguir modelando el país a su imagen y semejanza. Por ello no duda en proclamar en público sus opiniones: cuántos hijos deben tener los turcos (“Al menos tres”), qué periódicos deben o no ser leídos o por qué Twitter y otras redes sociales deben ser censuradas (“Son la peor amenaza para la sociedad”).

A ojos de sus seguidores es un líder como no ha habido otro igual, lo adoran, lo aclaman. Media Turquía lo ama. Sin embargo, la otra media lo odia. ¿Cómo ha podido un líder, cuyo “islamismo moderado” era usado por Occidente de modelo para todo Oriente Medio, llegar a esta situación?

“Al principio, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, la formación islamista que gobierna en Turquía desde 2002) se dirigía en equipo. Pero Erdogan ha ido eliminando a todos los que podían rivalizar con él. O se han ido, o han sido relegados a puestos secundarios. Y con ello ha construido un sistema en el que es cada vez más y más poderoso. Pero también en el que está cada vez más solo”, arguye Cengiz Aktar, politólogo y antiguo defensor del AKP.

El momento en que se obró el cambio es motivo de disputa: hay quienes opinan que comenzó en 2008 cuando, tras librar por los pelos el AKP un proceso de ilegalización en el Tribunal Constitucional, Erdogan se propuso acabar con la vieja guardia laica del Estado, sustituyéndola por sus partidarios. “Ha acabado con todos los mecanismos de control del sistema político turco —prosigue Aktar—. Nada funciona, ni el sistema judicial ni el aparato de Estado. Ya sólo hay un órgano de decisión: el propio Erdogan”.

El presidente turco ha dejado a su alrededor, según un exasesor, “un círculo de aduladores que solo sabe decirle que sí a todo”

Para otros, como Mustafa Akyol —columnista y hasta hace cuatro años uno de los mayores apologetas del islamismo moderado turco— el cambio llegó en 2011, tras la tercera mayoría absoluta del AKP: “Cuando Erdogan era débil necesitaba cierta legitimación de cara a los no islamistas y a Occidente. Ahora que tiene todo el poder, ya no la necesita y por eso ha abandonado sus políticas más liberales y se ha hecho más arrogante e intolerante. El poder ha corrompido lo mejor de él”.

Eso lo sabe bien Reha Çamuroglu, exasesor de Erdogan: “Antes llamaba continuamente a sus asesores y nos preguntaba nuestra opinión, pero desde 2008 empezó a sentir que podía gestionarlo todo él solo. Presentarle una idea contraria a su opinión se convirtió en motivo para que te dejasen fuera del núcleo de poder”. Ese “núcleo de poder”, formado sólo por miembros de la más absoluta y probada lealtad a Erdogan, es el que se encarga de transmitir al Consejo de Ministros las líneas maestras de la política turca aunque, relata Çamuroglu, algunos asuntos como la política sobre Siria son manejados “personalmente” por Erdogan, pese a que constitucionalmente la mayoría de competencias ejecutivas recaen en el Gobierno y no en la Jefatura de Estado.

Su carácter irascible hace “muy difícil” trabajar con Erdogan, asegura el excolaborador, y de ahí que sus antiguos asesores hayan terminado por abandonarle, dejando a su alrededor sólo lo que, en palabras de Mustafa Akyol, es “un círculo de aduladores que lo venera de un modo casi religioso y sólo sabe decirle que sí a todo”. Así, para ganarse su favor, los miembros del AKP y sus partidarios lo denominan “Gran maestro”, “sol de nuestra era” o “califa”.

Entre los miembros de su equipo de confianza sobresale Yigit Bulut, antiguo periodista crítico con el AKP que tiene la furia típica del converso. “Desde hace años tengo dos pistolas y cientos de balas —decía recientemente en una entrevista—, las fuerzas (enemigas) externas o internas no podrán poner una mano en nuestro presidente sin antes matarme”. Bulut se ha hecho famoso por sus teorías de la conspiración, según las cuales hay en marcha un complot para asesinar a Erdogan “mediante telequinesis y otros métodos”. Afirmaciones, que si bien son acogidas con mofa por los medios internacionales, no se toman a la ligera en el AKP —afirman tener pruebas de “operaciones de inteligencia“ contra la economía turca y la vida del presidente— y dan muestra del ambiente que se respira en palacio.

Una de las más de mil habitaciones de la mansión que Erdogan se hizo construir el pasado año contiene un laboratorio para analizar la presencia de venenos y material radiactivo en la comida del presidente porque, según explica su doctor Cevdet Erdöl, “los asesinatos ya no se llevan a cabo con armas, sino envenenando la comida de forma secreta”. Este afán de control también se extiende a otras salas, como el centro de vigilancia en el que, a través de 143 monitores, Erdogan puede acceder a los circuitos cerrados de televisión de todo el país y a las imágenes de los drones de seguridad, así como monitorizar el tráfico de Internet y teléfono.

Akyol liga este modo de pensar al ensimismamiento del poder: “Cuanto más tiempo gobiernas, más errores cometes y, por ende, más críticas recibes. Y en lugar de mirarse a sí mismo y reconocer sus fallos, Erdogan se dice: tiene que haber una conspiración tras las protestas”.

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