Víctimas del terremoto geopolítico
Solo el genocidio perpetrado en Ruanda hace 20 años supera en velocidad a los estragos humanos de la guerra en Siria
La muerte es lo que cuenta. Así es la guerra. La idea más plástica de la gravedad de un conflicto la proporciona el número de cadáveres. La cima del horror pertenece a la Segunda Guerra Mundial, con la cifra de 56.400.000 muertos registrada en el Guinness. No debiera extrañar que desde aquella cumbre siniestra, la cordillera de muerte vaya descendiendo hasta nuestros días, solo con las crestas de momentos de convulsión geopolítica como el que atravesamos ahora.
En las guerras balcánicas (1991-2001) murieron entre 130 y 140.000 personas. En Irak, desde 2003, han muerto cerca de 150.000 civiles y 215.000 combatientes. En Siria, en un período más corto, solo desde 2011, han fallecido ya 220.000 personas, todo según cifras de Naciones Unidas y de distintas ONG. Solo el genocidio vertiginoso de Ruanda en 1994, que se cobró entre medio millón y un millón de vidas en apenas dos meses de matanzas realizadas a mano, con machetes, supera en velocidad homicida a la guerra siria.
Pero hay otras cifras tan elocuentes o más que las de los muertos, que reflejan los terremotos geopolíticos quizás con mayor virulencia, y estas son las de los desplazamientos de población. La guerra siria, según este criterio, es el epicentro de la actual ruptura de las placas tectónicas sobre las que se asientan fronteras y Estados en Oriente Próximo. Desde 2011, cuando empezó todo, entre 14 y 15 millones de árabes se han visto obligados a abandonar sus hogares, de los cuales solo 10 millones son sirios, unas cifras que solo compiten con los desplazamientos provocados por las guerras balcánicas. De Libia han huido dos millones más, otros tantos de Irak, en este caso en un movimiento que empezó mucho antes, en 2003, con la invasión estadounidense. Y habrá que ver qué sucede con Yemen, donde arde ya la cuarta guerra árabe.
El primer país receptor de refugiados sirios es Siria: seis millones de personas se han desplazado dentro de su propio país. Casi cuatro millones más han huido a los países vecinos. Turquía es el primer receptor, con 1,7 millones de refugiados. Líbano acoge a 1,2. En Egipto hay 144.000. Más de 600.000 se hallan en Jordania. Incluso Irak ha recibido refugiados sirios, unos 220.000.
Todas estas cifras relativizan, a veces hasta el ridículo, el esfuerzo europeo. La UE en su conjunto ha recibido 120.000 peticiones de asilo de ciudadanos sirios en 2014, de las que solo un tercio corresponden a Alemania, el primer país industrializado receptor de asilados de Europa y del mundo. Peor que el de los europeos es el comportamiento de los países árabes más opulentos, con Arabia Saudí en cabeza, que hacen funcionar sus economías gracias a millones de trabajadores emigrantes, sobre todo de Asia meridional, en condiciones de precariedad y bajos salarios, pero ni siquiera se plantean la eventualidad de compartir la carga de refugiados de unas guerras árabes y de unos estados fallidos a los que en buena parte han contribuido con sus ideas religiosas y su dinero y a veces incluso armas y combatientes.
Desde la desaparición de Yugoslavia no se producían unos desplazamientos de población tan intensos
Las sociedades salen transformadas de estos terremotos. La guerra es una batidora que mueve, mezcla y destroza a la gente. Los cristianos están desapareciendo de Oriente Próximo, donde eran una minoría religiosa tan antigua como su propia religión. La erradicación de los yazidíes, híbrido de islam y zoroastrismo, es una de las obsesiones del Estado Islámico. Chiíes y suníes, mezclados durante siglos, están entrematándose y separándose en Irak y en Siria. Si en los países afectados se produce una auténtica limpieza étnico-religiosa, que los hace más homogéneos y pobres, los países vecinos sufren las tensiones que significa acoger nuevas poblaciones sin suficientes estructuras asistenciales.
En Europa, la llegada de los refugiados también tiene efectos transformadores, incluso antes de que se instalen. Las envejecidas sociedades europeas necesitarían inmigrantes si quisieran recuperar el dinamismo de sus economías y garantizar sus pensiones y su estado de bienestar, pero a la vez levantan fuertes resistencias ante la eventual incorporación de poblaciones con lenguas, culturas y religiones distintas. El terrorismo yihadista introduce además un factor divisivo y multiplicador del miedo y de los recelos entre las poblaciones autóctonas y los recién llegados.
Europa tiene responsabilidades concretas en las turbulencias que han originado estos virulentos desplazamientos de población. Las políticas europeas mediterráneas hasta 2011 fueron de radio y ambición muy escasos, siempre bajo la excusa del paralizante conflicto entre Israel y Palestina. Nadie se interrogaba sobre el lamentable papel de los dictadores árabes, aliados europeos y guardianes del orden occidental, tanto para evitar esas migraciones incontroladas que llegan ahora como para reprimir al terrorismo y, de pasada, también a quienes pretendían instaurar regímenes democráticos.
Tampoco estuvieron los Gobiernos europeos a la altura cuando estalló la primavera árabe en 2011, principalmente en Libia y en Siria, convertidos en Estados fallidos que pasan severas facturas. Y no lo están tampoco cuando rechazan uno tras de otro, las propuestas de cuotas de refugiados que propone la Comisión Europea en una subasta insolidaria nada ejemplar.
Europa vive con dramatismo y angustia los naufragios en el Mediterráneo, pero no sabe sacar las consecuencias. Bruselas ha propuesto a los Gobiernos un plan de acción, la Agenda Europea sobre Migración, con cuatro tareas esenciales: salvar las vidas de quienes escapan de sus países a través del mar, acoger a los refugiados, atacar las causas de las avalanchas humanas y desmantelar, incluso por medios militares, las organizaciones criminales que se dedican al tráfico de seres humanos. Los Gobiernos solo se han interesado por este último punto, porque el populismo imperante bloquea no tan solo su capacidad de acción, sino sobre todo el sentido moral que debe orientar toda política.
Europa saldrá transformada de este terremoto político en cualquiera de los casos. Si termina convirtiéndose en continente de acogida, aumentará su diversidad, su riqueza y su apertura hacia el mundo. Si se cierra en la fortaleza europea, primero perderá el alma, pero luego recibirá el castigo de un declive económico y político irrefrenables.
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