El cirujano plástico de Gadafi
El médico brasileño Liacyr Ribeiro recuerda cuando se vio obligado a operar al exdictador
Liacyr Ribeiro pensó que aquella invitación al primer Congreso Árabe de Cirugía Plástica (Trípoli, 1994) sería como tantas otras. “Fui a hablar de mamas”, cuenta ahora este médico de 73 años, en su prestigiosa clínica del barrio carioca de Botafogo, tras despedirse de una joven que ha ido a informarse con su madre sobre “prótesis glúteas”. El segundo día del congreso, el anfitrión le preguntó si podía examinar a un amigo y se vio, de repente, en un coche conducido por el entonces ministro de Salud libio (también cirujano plástico), recorriendo “caminos muy extraños, cruzando barreras, todo con mucho secretismo”. El paciente era Muamar El Gadafi, líder absoluto de la revolución socialista libia desde 1969. “Me dijo: 'Usted me tiene que operar'. Tenían mucha prisa. Y yo no sabía qué me iba a pasar”.
Aunque tuvo un buen recimiento, Ribeiro aún recuerda el miedo que experimentó el primer día: “¡Era el dueño del país, podían hacer conmigo lo que quisieran!”. El cirujano describe a Gadafi como una persona educada, inteligente y simpática, que sabía absolutamente todo de cirugía plástica. “Me impresionó. Pero claro, nadie hace una revolución con 27 años”.
El coronel quería operarse inmediatamente, pero el doctor le explicó con la mayor amabilidad que “las cosas no se hacen así”. Ribeiro regresó a Río de Janeiro, recogió el instrumental y volvió a Libia con sus asistentes semanas después. “Había algo desagradable en operar a alguien así: si algo se tuerce, ¿saldré vivo de ahí? Existen varias historias sobre cirujanos de reyes a los que han matado después de la operación, para que no trascienda”, recuerda el médico.
El hospital estaba construido en un búnker subterráneo. “El quirófano era mejor que muchos de los que yo he conocido por el mundo”, afirma Ribeiro. Bien equipado, con material alemán, el lugar no acogía a un solo trabajador libio. “Los anestesistas, los auxiliares, las enfermeras, todos eran extranjeros”.
La intervención fue realizada con anestesia local, ya que “Gadafi tenía pánico a quedar dormido y que le desconectaran”. Por motivos “éticos”, el doctor no puede revelar el tipo de cirugía que le practicó en el rostro al dictador, pero Ribeiro afirma que quería “rejuvenecer”. El último día del posoperatorio un funcionario le entregó un sobre lleno de francos suizos con el que “se podía comprar un coche”. Gadafi debió de quedar contento, ya que hace unos años, poco antes de su derrocamiento y muerte, le volvieron a llamar. “Pero ahí ya no tenía ganas, puse una excusa”.
Con la autoridad que le otorga la experiencia —Ribeiro es discípulo de Ivo Pitanguy, fundador de la cirugía estética en Brasil, país líder de la disciplina en el mundo, y fue presidente de la Sociedad Brasileña de Cirugía Plástica—, el doctor afirma que el aumento de cirujanos plásticos que ha habido en los últimos años puede tener un lado negativo: “Un advenedizo puede poner narices enanas a caras grandes o pechos de 500 mililitros a un cuerpo pequeño. Esta inflación no ha sido buena: mucha gente mira sólo el dinero. Los senos, el abdomen o la liposucción se pueden ocultar, pero la cara no. Y ahí hay muchos desastres”, por eso Gadafi recurrió a él.
El cirujano da tres motivos para justificar que Brasil sea el país que más se retoca del mundo: “Primero, la vanidad de la mujer brasileña. Segundo, la ausencia de secretismo que permite a la brasileña alardear de sus nuevos pechos en la sala de espera. Tercero, el precio”.
Su maestro Pitanguy asegura que la mujer brasileña siempre fue “culona y poco tetona”, pero que ahora ha cambiado de gustos. Según Ribeiro, esto se explica por la globalización. “Antes venían a quitarse tejido mamario, ahora vienen a ponerse prótesis. Cambió la cultura: quieren todo grande”.
De Silvio Berlusconi (otro de sus clientes) no quiere hablar, “porque está vivo y en activo”, pero sí aclara que le operó “antes de ser presidente” y que “luego le han operado dos veces más”. “Un tipo muy tranquilo”, apostilla después. Después se ríe: “Lamentablemente, no me invitó jamás a ninguna de sus fiestas”.
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