El memorial invisible
Una sección del cementerio de Arlington concentra el mayor número de militares muertos en las guerras de Afganistán e Irak
Es un imponente mar de lápidas blancas perfectamente alineadas. De lejos, la sección 60 se parece al resto del cementerio de Arlington, a las afueras de Washington, el santuario desde hace 150 años de homenaje al militarismo. Pero de cerca, el paisaje y el ambiente varían: las lápidas son más nuevas, hay muchas más flores y dedicatorias, y las visitas son frecuentes. La pena es más reciente. La sección 60 es el mejor reflejo de los traumas de las dos últimas guerras de Estados Unidos, en Afganistán e Irak. Son poco más de cinco hectáreas de césped —en Arlington hay un total de 250— con cientos de tumbas que representan, a falta de construirse uno oficial, el memorial a los caídos en esos dos conflictos largos, caros y sin victoria.
En esa zona llana al sureste del cementerio hay más de un centenar de hileras con pequeñas lápidas rectangulares. Casi mil sepulcros corresponden a militares muertos que sirvieron en Afganistán (la intervención continua tras iniciarse en 2001) e Irak (2003-2011), según el recuento del veterano periodista Robert Poole, autor de un libro sobre la sección 60. Su cálculo es que suponen un 40% de los enterrados en la sección. En ambas guerras, han muerto alrededor de 6.800 norteamericanos. Es decir, casi uno de cada seis yace bajo el cuidado césped de esa área de Arlington (Virginia). Es el mayor epicentro de recuerdos de las dos guerras.
La sección 60 es el mejor reflejo de los traumas de las dos últimas guerras de Estados Unidos, en Afganistán e Irak
A lo lejos se ve el Pentágono, la sede del Departamento de Defensa, para el que trabajaban los difuntos. Y en sus alrededores, se extienden oficinas de las grandes compañías de equipamiento militar, que se lo venden al Ejército y usaban los ahora sepultados en Arlington. La sección supone también un hilo de continuidad: la llamada guerra contra el terrorismo no ha acabado. El Ejército de EE UU sigue desplegado en Afganistán y el pasado junio se vio forzado a volver a Irak ante el auge del grupo yihadista Estado Islámico. Pese a las pérdidas humanas, la inestabilidad en ambos países se mantiene más de una década después.
Antes del inicio de los conflictos de Afganistán e Irak, la mitad de la sección 60 estaba vacía. Ahora, está casi toda llena. “Siempre hay un entierro al día y a veces cuatro”, cuenta Israel, un guatemalteco de 28 años que lleva cuatro trabajando en el cementerio. Es la zona más activa de Arlington. Junto a otros cinco inmigrantes latinos, se dedica a colocar lápidas en el césped. Tras un sepelio, se pone una inscripción temporal de plástico. A las dos semanas, llega la lápida definitiva. Todas son de la misma altura y piedra blanca. Excepto las que incluyen varios cuerpos, que son grisáceas y más altas y anchas.
En ambas guerras, han muerto alrededor de 6.800 norteamericanos
Muchos de los muertos recientes son enterrados en esa área. Por eso, también descansan militares de la Segunda Guerra Mundial y las de Corea y Vietnam. “Pero lo que no es habitual es que hayan juntado a todos los de Afganistán e Irak en una misma zona. No sucede en ninguna otra parte de Arlington”, dice un hombre de mediana edad que trabaja en las oficinas del cementerio y declina dar su nombre. “Creo que es un error porque es demasiado festivo. Lo cree mucha gente”, agrega, mientras de fondo se oyen los disparos de la guardia militar de honor en un sepelio cercano.
Los fines de semana, explica mientras toma fotografías de la sección 60, se ve a gente haciendo picnics y a madres que juegan con sus hijos junto a las tumbas de sus padres. “Supongo que es terapéutico”, esgrime. En su libro (Sección 60: Donde la guerra vuelve a casa), Poole relata varios ejemplos: unos padres brindan con whisky frente a la lápida de su hijo, un soldado que murió a los 26 años; una viuda embarazada ‘muestra’ a su marido muerto una ecografía del hijo que iban a tener juntos; o un niño deja su hoja de evaluaciones escolares apoyada en el sepulcro de su padre.
“Siempre hay un entierro al día y a veces cuatro”, cuenta Israel, un guatemalteco de 28 años
“Es su punto de contacto con las guerras de Afganistán e Irak del mismo modo que la gente lleva cosas al memorial de Vietnam” en la explanada del mall, en el centro de Washington, sostiene Poole en una entrevista telefónica. Pero en la sección 60, a diferencia de los memoriales oficiales, no hay muros solemnes con nombres, ni grandes banderas estadounidenses o llamas eternas.
En un día reciente entre semana, se percibía un rastro próximo: sepulcros con flores frescas apoyadas, fotografías de los difuntos, felicitaciones de Navidad y San Valentín, poemas y dibujos plastificados, o piedrecitas, chapas y medallas colocadas cuidadosamente en el vértice. Todas las lápidas incluyen el nombre del fallecido, su año de nacimiento y muerte, su cargo militar y en qué guerras combatió. Algunas contienen también la universidad, condecoraciones o mensajes personales. “Te quiero. Te echo de menos mi héroe”, se lee en la de un soldado que murió con 22 años en 2007 en Irak.
Muchas muertes no son de balas de un Ejército enemigo sino de bombas improvisadas de grupos insurgentes
“Es una sección muy distinta de las otras. El dolor es más reciente. Las emociones son más crudas, más cercanas a la superficie”, subraya el periodista. La sección 60 es también un espejo de la realidad cambiante de las guerras: muchas muertes no son de balas de un Ejército enemigo sino de bombas improvisadas de grupos insurgentes, que pueden destrozar cuerpos por completo; algunas son de soldados que al volver a EE UU, víctimas de estrés postraumático, se suicidaron; y también hay restos de algunas mujeres integrantes del Ejército.
A otros la muerte les sorprendió en casa. Como a un joven que estuvo un año desplegado en Irak y que, al poco de volver a EE UU, murió en 2013 por disparos de un ladrón en su apartamento. Su amiga Conny, de 27 años y que vive en el sur del país, visita por primera vez su tumba en la sección 60. Mira la fría lápida y le dirige unas palabras. “Me alegro de que esté enterrado cerca de sus compañeros del Ejército. Su hermandad con ellos continúa”, dice luego, entre lágrimas.
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