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Tribuna
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Obama manda parar

La política de no reconocer al enemigo ideológico queda enterrada por inútil: no sirvió con la URSS, ni con Mao, ni servirá con el Irán de los clérigos

Francisco G. Basterra

Fidel Castro, 88 años, vegeta en La Habana y todavía no ha dicho nada sobre la apertura de relaciones entre Estados Unidos y Cuba. Ha visto como su hermano Raúl y el presidente Obama, que no había nacido aún cuando los barbudos castristas entraron en La Habana el 1 de enero de 1959, reconocían simultáneamente que la realidad es tozuda y no hay nada más estúpido que su negación.

En un acto histórico de sentido común, EE UU admite el fracaso y la inutilidad de la política de aislamiento mantenida durante 53 años con Cuba. Al tiempo, Obama reconoce al país que mantiene la decrépita bandera del comunismo en el Caribe. La política de no reconocimiento del enemigo ideológico queda enterrada: no sirvió en 1917 la no aceptación de la legitimidad de la Revolución de Octubre, ni posteriormente la negación de la China de Mao, resuelta en 1972 por Nixon y Kissinger; ni la ignorancia mutua que se profesan Washington y el Irán de los clérigos, otra ficha madura al caer.

Fidel podrá celebrar que su revolución derrotó una invasión, sabotajes de todo tipo, y un embargo cruel que ha tenido medio siglo a la perla de las Antillas al borde de la supervivencia. Aguantó también la implosión de la URSS. Su revolución no aplastada, y todo lo positivo de ella en educación, sanidad y dignidad nacional, ya están en la historia. Once presidentes de EE UU, desde Eisenhower hasta Obama, no pudieron con el castrismo.

Cuba ha sido una pesadilla de medio siglo para Washington: la instalación de misiles nucleares rusos en la isla estuvo al borde de provocar el Armagedón atómico; en el asesinato de Kennedy, que había autorizado el fallido desembarco de Bahía de Cochinos, se creyó ver la larga mano de Cuba. Fidel no hizo solo la revolución para realizar una reforma agraria, nacionalizar los teléfonos de la ITT y las petroleras yanquis Exxon y Texaco, lo que provocó la ruptura de relaciones con Washington y el embargo en 1961, sino para exportarla y lograr una segunda liberación de Latinoamérica.

Cuba desde hace tiempo ya no es un problema de política exterior, es una cuestión doméstica tanto en EE UU como en La Habana. Obama, enfangado en Medio Oriente, sin cerrar un acuerdo nuclear con Irán, desafiado por Putin en los bordes de Europa, ha visto la ocasión. Y manda parar. Arrebata a Castro la gran coartada para mantener a su población reprimida y empobrecida. Con la apertura de relaciones —el Congreso puede impedirle levantar el embargo— su presidencia ha impreso ya una importante huella. ¿Será suficiente el soft power del American way of life para romper la coraza del régimen cubano y traer la libertad?

La oposición republicana clama traición, pero los empresarios estadounidenses y la población tienen mucho que ganar: el atractivo mercado de una isla maravillosa a solo 150 kilómetros de la punta sur de Florida. Un regalo de Navidad, también para los cubanos, envuelto en “el amargo sabor de la capitulación” por ambas partes, según la disidente y bloguera cubana Yoani Sánchez.

Puede que los caminos del Señor sean inescrutables. Putin se anexiona Crimea, desestabiliza Ucrania y derriba el avión malayo; sufre sanciones internacionales que aíslan a Rusia y transforman a Putin en acosado; drástica bajada del precio del petróleo; consecuencias calamitosas para Moscú, y para Venezuela, el padrino económico de La Habana. Cuba vuelve a la historia, Fidel sigue creyendo que la historia le absolverá y Obama hace historia.

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