Se busca cementerio para el ébola
Rodeado de vegetación y chamizos de barro con techos de chapa, cerca de Kaiph Town, en el extrarradio de Monrovia, hay un enorme edificio abandonado propiedad de la Liberia Broadcasting Corporation, uno de esos tantos proyectos que la guerra se llevó por delante. Todos lo conocen como el Edificio Tantandi. No tiene puertas ni ventanas, sólo permanece en pie la gigantesca estructura de bloque y cemento y la infinita miseria por donde corretea un puñado de niños. Unas 270 personas lo habitan, okupas venidos de diferentes puntos del país que lo han convertido en su hogar pese a que no tiene luz ni agua ni baños... ni nada. Sólo un suelo donde dormir y un techo que les protege. En la segunda planta del edificio, en una improvisada habitación hecha de troncos y cartón, yace el cuerpo sin vida de Harris Sagwivo, de 64 años, desde hace tres días. ¿Ébola? Podría ser. En las últimas semanas, dos habitantes del inmueble ingresaron en un centro de tratamiento y nunca regresaron. El riesgo es alto.
Garmai Sumo, enfermera de la Cruz Roja liberiana, de 28 años, especialista en Higiene y Desinfección, es la primera en entrar. Vestida de los pies a la cabeza con un traje blanco de protección, se aproxima al cadáver y le introduce un bastoncillo en la boca para tomar una muestra. Lo deposita en una bolsa hermética y entra otra vez, ahora acompañada de dos personas más vestidas con sus trajes especiales. Colocan el cadáver en una bolsa impermeable, rocían todo con desinfectante y lo bajan a la calle, donde la familia aguarda, y estalla la tensión. Desde hace dos meses, el Gobierno liberiano obliga a que todos los cadáveres de fallecimientos habidos en la capital vayan directos al crematorio, lo que choca frontalmente con las costumbres de la población. Dos hijas de Sagwivo no quieren que el cuerpo de su padre quede reducido a cenizas. Se resisten, lloran. “¡A nuestro padre no se lo llevan de aquí!”, gritan, muy alteradas.
Los miembros de Cruz Roja han logrado convencer al resto de hermanos, pero no a ellas. Tras algún rifirrafe, el equipo logra subir el cuerpo a la parte trasera de una camioneta, donde ya hay otro cadáver, y abandonar el lugar. No hay rito funerario ni despedida y la situación es violenta. En unas horas, los restos mortales de Sagwivo son incinerados en el único crematorio de la ciudad, que fue construido para la población de origen asiático, sobre todo indios. Y se acabó.
La cremación es una práctica muy poco aceptada en África Occidental. Los antropólogos coinciden en que aquí se considera que el cuerpo de la persona fallecida debe volver a la tierra y, si no ocurre así, esa persona no va a estar contenta y se va a quedar en el mundo de los vivos, apareciendo en sueños o provocando enfermedades, vengándose de sus familiares. Además, no se respeta el proceso de duelo y no queda ningún espacio físico donde ir a visitar al que se ha ido, algo muy traumático porque se rompe el equilibrio entre los vivos y los muertos. De hecho, hay familias que se niegan a notificar los fallecimientos y llevan a cabo entierros clandestinos y no seguros, lo que supone un riesgo potencial de contagio, e incluso ha florecido un tráfico de certificados falsos que acreditan que el fallecido no tenía ébola para poder enterrarlo.
Hay tráfico de falsos certificados que acreditan que el muerto no tenía el virus, y así poder enterrarlo
El amplio rechazo a las cremaciones, una práctica que no respeta las recomendaciones de los antropólogos ni la guía de entierros de la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha llevado en las últimas semanas al Gobierno liberiano a reconsiderar su decisión y a embarcarse en la búsqueda de un espacio donde enterrar a los muertos, algo así como un cementerio del Ébola. Sin embargo, aún no han dado con un lugar adecuado, seguro y que sea aceptado por las comunidades cercanas.
Garmai Sumo, igual que sus compañeros de la Cruz Roja, también es una víctima de la situación creada con los entierros, porque sufre una doble estigmatización: la de los parientes de los fallecidos y la de su propio entorno. “A veces nos pasan estas cosas, la gente se opone a que nos llevemos los cuerpos. Pero nuestros jefes de equipo se encargan de convencerles, les explicamos que estamos aquí por su seguridad, que queremos protegerles”, asegura. Aunque Garmai tiene el apoyo de su familia, sus amigos ya no quieren salir con ella. Están aterrorizados. “Pero alguien tiene que hacer lo que yo hago, todos somos liberianos y tenemos que ayudarnos”, concluye.
La Cruz Roja tiene 15 equipos en Monrovia, cada uno formado por una decena de personas. “Deberían ser considerados héroes en lugar de estigmatizarlos”, dice la supervisora Roselyn Ballah.
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