La doble política de fronteras
La falta de acción común en la UE fomenta la descoordinación entre la asistencia humanitaria y la dureza de medidas para impedir la llegada de inmigrantes
El 15 de octubre, un vídeo captó a un grupo de inmigrantes subsaharianos indocumentados trepando la triple verja de Melilla. Ahí se ve a un joven camerunés que intenta bajar por una escalera de mano en el lado español y a los guardias civiles que le golpean con sus porras hasta que cae. Cuatro agentes con máscaras y guantes le arrastran de vuelta hacia la verja, aparentemente inconsciente. Entran por una puerta y le dejan de nuevo en el lado marroquí, como un paquete indeseado que se devuelve al remitente.
Hace un año, las tragedias ocurridas frente a la isla italiana de Lampedusa despertaron la esperanza de que surgiera una nueva estrategia europea para el control migratorio. “Nunca más”, prometieron los autoridades europeas mientras presentaban sus respetos ante los ataúdes. Italia se apresuró a poner en marcha una impresionante misión de rescate marítimo, Mare Nostrum, pero la violencia vista en la verja de Melilla y las tragedias cada vez más numerosas en el Mediterráneo muestran a las claras que la situación sigue siendo miserable. En lo que va de año han perecido más de 3.000 personas en la frontera exterior de Europa, y hay muchas otras que languidecen al otro lado en situación desesperada.
Es inquietante el hecho de que las iniciativas humanitarias hayan ido de la mano de unos controles draconianos de la inmigración
La respuesta de Europa ante la inmigración irregular se caracteriza por una aparente paradoja. Por un lado, escuchamos hablar de violencia y sufrimientos espantosos; por otro, de ayuda humanitaria y derechos humanos. Mientras la Marina italiana rescataba a miles de personas en el último año, Madrid ha añadido alambradas a las verjas melillenses y ha permitido devoluciones violentas de inmigrantes a Marruecos. Mientras la Comisión Europea pide un procedimiento más eficaz para los que buscan asilo, los Estados miembros encierran a los refugiados o se olvidan de ellos indefinidamente, como sucede en Malta y en los enclaves españoles de Ceuta y Melilla. Al mismo tiempo que el nuevo comisario de Inmigración, Dimitris Avramopoulos, propone la creación de visados humanitarios, Italia, que preside este semestre la UE, lanza una operación de alcance europeo contra los inmigrantes sin papeles. Parece haber una profunda brecha entre los enfoques liberalizador y restrictivo, pero, en realidad, ambos forman parte de una misma y deficiente estrategia de Europa ante la inmigración irregular.
Es inquietante el hecho de que las iniciativas humanitarias hayan ido en los últimos años de la mano de unos controles severos de la inmigración. Lo vemos en Ceuta y Melilla, donde la triple valla y las líneas de control de los guardias dejan paso al personal de la Cruz Roja que atiende a los afortunados que consiguen romper la barrera. Lo vemos también cuando las preocupaciones humanitarias justifican actuaciones preventivas en aguas africanas, donde las patrullas “rescatan” a inmigrantes y refugiados antes de que hayan entrado clandestinamente en ningún país. Ahora bien, el más crudo contraste entre ayuda y control se encuentra en la vigilancia de la frontera exterior, donde las verjas y las devoluciones por tierra han empujado a los inmigrantes a intentar las rutas marítimas, más peligrosas, en las que acaban en manos de la ayuda humanitaria europea.
La inmigración es un motivo de disputa entre los Estados miembros, cada uno pendiente solo de sus propias prioriades
Ante esta dinámica, Bruselas asegura que lo tiene difícil. Tiene las manos atadas y unas opciones limitadas. Los flujos migratorios, a diferencia de las transacciones comerciales, siguen siendo un motivo de disputa clave entre los Estados miembros, cada uno pendiente de sus propias prioridades. Con los avances logrados por la extrema derecha, todos temen tener que soportar la “carga” que representa la llegada de nuevos refugiados. Los Gobiernos del sur de Europa piden más “solidaridad” en los controles, pero a sus vecinos del norte les es fácil ignorarlos, porque saben que el reglamento de Dublín obliga a los solicitantes de asilo a pedirlo en el primer país al que lleguen. En este caso, el discurso humanitario deja al descubierto una división más profunda, entre los objetivos europeos en materia de derechos fundamentales y el deseo de que los refugiados sean problema de otros.
Algunas concesiones humanitarias, desde luego, son preferibles al olvido y la violencia en el mar. También es mejor que nada que los Estados miembros ahora tengan cierta responsabilidad ante la UE, aunque Bruselas debería exigir más. Es cierto, además, que en los últimos tiempos ha habido algún progreso. Por fin está elaborándose un sistema común europeo de asilo, y las nuevas normas sobre operaciones marítimas permiten esperar que haya menos fracasos que desemboquen en tragedia. Pero estas iniciativas —como los visados humanitarios— siguen siendo muy ambiciosas ante unos Estados miembros focalizados en logros a corto plazo.
No obstante, más allá de los pequeños avances, hay que ser consciente de que la vacilación entre los enfoques progresista y restrictivo pone en peligro los fines humanitarios propuestos por los políticos después de Lampedusa. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los partenariados de movilidad del trabajo firmados por la UE con países como Marruecos, que incluyen disposiciones liberalizadoras sobre la inmigración de mano de obra mientras prometen más controles dentro del país signatario, además de la futura perspectiva de readmisiones forzosas para migrantes procedentes de terceros países.
Asimismo es preocupante que esta doble política de fronteras haya creado un mecanismo para que los controles sigan aumentando de forma indefinida. A medida que la vigilancia, las patrullas y las barreras empujan a los inmigrantes a encontrar nuevos métodos más arriesgados, se proponen nuevas tecnologías de “doble uso”, es decir, dirigidas al mismo tiempo a rescatar e interceptar a quienes están en peligro. Gracias a la ambivalencia oficial, se ha extendido en torno a las rutas migratorias toda una industria en la que la ayuda y el control chocan y a veces se funden entre sí.
La doble política europea de fronteras nos da a veces una imagen halagadora. Seamos de izquierdas o de derechas, nacionalistas o liberales, del sur o del norte, los europeos nos felicitamos cuando vemos el rescate de esos desgraciados pasajeros en alta mar. Mientras tanto, entre bastidores, otros inmigrantes están siendo devueltos a través de una valla o perseguidos por las calles de Tánger o Trípoli, al otro lado de la frontera que separa la ausencia de leyes del espacio europeo “de libertad, seguridad y justicia”.
Europa puede hacerlo mejor. No podemos seguir eludiendo responsabilidades. Cabe preguntarse ¿hasta qué punto estamos implicados los ciudadanos de la UE en lo que se hace en nuestro nombre, en la frontera y más allá? No hay que olvidar que el “problema” de la inmigración es una oportunidad para otros, y que ignorar eso puede costarnos muy caro.
Ruben Andersson es antropólogo en la London School of Economics y autor del libro Illegality, Inc.: Clandestine migration and the business of bordering Europe.
Traducción: María Luisa Rodríguez Tapia
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