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Tribuna
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La economía es ética

Thomas Piketty, el autor del best seller mundial El capital en el siglo 21, debe volver al aula para aprender economía

Adam Smith debe estar tirándose los cabellos. Bueno, así creo que lo imaginan todos los que lo exaltan por desentrañar el misterio del capital, los que en una de sus frases célebres reconocen la piedra angular de la economía de mercado: “no es de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero que esperamos nuestra cena, sino de su deseo por preservar sus propios intereses.” Nada mejor expresa los valores y comportamientos de los últimos dos siglos: el egoísmo del ser humano prima sobre su sentimiento humanitario, pero si deja que el mercado libremente opere, verá que la riqueza de las naciones aumenta. ¿Acaso no es esto lo que todos queremos? Se le llama capitalismo. Y si unos ganan mucho, muchísimo más que otros se debe a que el mercado, en su infinita sabiduría, sabe remunerar los aportes de cada cual a la sociedad. El señor Piketty necesita regresar a la universidad para aprender economía, punto.

O tal vez son los que se adhieren a esta lectura estrecha de Adam Smith los que deban regresar al aula. Porque el pensador escocés ante todo fue un humanista y, como tal, nunca hubiera consentido los niveles obscenos de desigualdad que Piketty expone. Más aún, quién sabe, hasta la hubiera expuesto como producto de esa caricatura que hoy pasa por libre mercado, el icono que domina la discusión escolástica y que arropa las decisiones que emanan de directorios de las grandes instituciones financieras que tiranizan la economía del mundo. Desde que hace poco más de treinta años se corporizara en las políticas de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, el libre mercado es mandamiento en los textos de economía y ensalzado en los discursos de graduación, pero la verdad es que solamente existe en la imaginación de un bien pensante y en el cálculo cínico de los mandarines del mundo corporativo que lo esgrimen para perpetrar, perpetuar y legitimar sus posiciones de privilegio.

El aumento notable de la desigualdad que registra los Estados Unidos coincide precisamente con este período que ha visto “el fin de la historia” y la coronación de la ideología única del libre mercado. Y ésta, a su vez, concurre con el encumbramiento del sector financiero en la economía del país. Si importa comprobar, como lo hace Piketty, que la desigualdad se acerca los niveles escandalosos en épocas que alguna vez la pensamos superadas, es igualmente importante preguntar por las causas que la explican. Empiece echándole un vistazo a la santificación del proceso de desregulación financiera y preste atención a la manera como sus operadores hacen dinero, cada vez más alejados de las actividades productivas que solían financiar, cada vez más cerca de las apuestas especulativas en activos financieros. Son millonadas las que se embolsan y si alguna vez sale mal una apuesta, ahí está el gobierno para socorrerlos. Y qué pena que éste haya no haya contemplado ayuda efectiva a los millones que quedaron incapaces para cumplir con sus pagos de las hipotecas. En estos tiempos, sin duda, el gobierno se inclina ante los que más tienen.

Mejor decirlo sin tapujos: el gobierno de los Estados Unidos y el de países que exhiben tendencias hacia la fuerte concentración de ingresos sin voluntad política para hacerle contrapeso están al servicio del mejor postor. Al permitir la mercantilización de intangibles que no deben estar en venta, privilegian el beneficio privado en detrimento de la confianza y el interés público. ¿No le parece terrible? El asunto entonces es muchísimo más grave que el cálculo que Piketty hace para confirmar que hay pocos que se llenan los bolsillos y muchos que reciben migajas. Es más grave porque el funcionamiento del mercado está condicionado por consideraciones éticas. O mejor dicho, en este contexto, por la falta de ética. Al respecto, San Agustín se anticipó a los tiempos cuando sentenció que en mercados carentes de justicia operan bandas de ladrones. ¿Acaso no es esto evidente en los escándalos, prácticamente impunes, que permean el actuar de los grandes bancos comerciales?

Los que todavía creen que el funcionamiento del libre mercado contribuye al bien común tienen entonces mucho que responder. Mientras tanto, a la teoría que le da sustento debemos sentar en el banquillo de los acusados. Porque la ciencia económica se erige sobre la gran mentira de que los mercados son neutrales, de que no pronuncian juicios de valor, de que consideraciones éticas les son ajenas. Adam Smith y los economistas clásicos no se dejaron engañar por esta ficción. Infortunadamente la sabiduría de los clásicos en la actualidad no se palpa. Un economista hoy le sirve para sopesar los costos y los beneficios de todas las opciones que se le presentan y así elegir, libre y voluntariamente, aquella que le reporta la máxima utilidad. Le sirve para convencerlo de que todo en la vida tiene precio pero no para reflexionar si las opciones son correctas o no lo son, si proponen el bien o lo que no está bien. Menos le sirve para sopesar el impacto de sus decisiones en la sociedad en su conjunto, en la manera como gravitan sobre la dignidad de los seres humanos. En suma, sobre lo que nunca debe tener precio.

Sí, Adam Smith debe estar revolcándose en su tumba, pero creo que por constatar cuánto se ha apartado la teoría que él fundó de la ética. O quizás de felicidad por el promisorio aporte de Piketty. La desigualdad importa por su relevancia para los tiempos que vivimos, como también la pobreza, la ignorancia, la concentración y manipulación de los mercados financieros o la captura de gobiernos por grupos privados. Y en todos estos temas la ética importa, ¿no le parece?

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