Abril será siempre amarillo
García Márquez era un hombre bueno que escribió para que lo quisiéramos más sus amigos y lo que logró es el amor instantáneo por sus personajes
Gabriel José de la Concordia García Márquez nació en Aracataca, Colombia el 6 de marzo de 1927 y me dicen que acaba de irse en México, su segundo país de todos los países del mundo entero que lo leen haciéndolo habitante de sus propios paisajes e idiomas. Dicen que se ha ido y no lo puedo creer, las lágrimas me nublan de sal la página porque consta que Gabo era inmortal desde que empezó a escribir y en las reuniones de cada sábado en que se reunían los Gabos con los Mutis y él narraba a Jomí García Ascot y a María Luisa Elío una novela intemporal con la que el mundo jamás volvió a ser el mismo, una Biblia de nuestros tiempos que nos regala nada menos que Cien años de Soledad, escrita en México. A ellos está dedicada esa novela que se iba a llamar La Casa como quien dice hogar, país o universo porque Gabo llegó a México hace más de medio siglo quizá sabiendo que se volvería universal y aquí, con Mercedes, Rodrigo, Gonzalo, sus nietos y toda su familia fincaron el generoso jardín de su amistad.
Era un hombre bueno que escribió para que lo quisiéramos más sus amigos y lo que logró es el amor instantáneo por sus personajes, el cariño inmarcesible por la geografía y parajes, párrafos y pendencias de Macondo. Hoy nace la obligación como responsabilidad de regalar cualquiera de sus libros al próximo lector de su literatura y al ver el azoro en las pupilas de los niños o el asombro en la mirada de los jóvenes y la energía como de Sol en la lectura de todo adulto que lo haya leído aún, para recordar intacto el instante en que uno descubrió ese universo de páginas como mariposas amarillas, palabras como colores de todas las frutas y el milagro con el que se resuelven los amores contrariados.
La mayoría de los escritores deja algún libro intemporal o toda una obra invaluable, pero García Márquez deja una literatura, toda una literatura que florece con la poesía inventiva que contenían sus metáforas, la credibilidad palpable de todo lo que parecía inverosímil, la curiosidad insaciable que transpiraba su valiosa labor como periodista siempre inquieto, como niño que no paraba de hacer preguntas hasta desvelar alguna verdad o “la verdad del cuento” como él mismo definía a la crónica. Hoy mismo Gabo habita el páramo de neblina donde Aureliano Buendía se acerca a tocar el hielo, esa piedra que llora como sabemos todos sus lectores ante cualquier invento, como si trajera a vender Melquiades el gitano un reloj disfrazado de máquina del tiempo y que nos convence que podríamos derretir pescaditos de oro con José Arcadio o comparar la redondez de una naranja con el inmenso disparate de suponer que la Tierra también es redonda y compadecernos de la Cándida Eréndira ante su abuela desalmada, escribirle a un Coronel a quien nadie le escribe. Hoy mismo todo periodista debe honrar el noble oficio que ejerció el Gabo en cada entrevista, crónica, repostaje o artículos donde convertía en literatura ese papel que está destinado a volverse amarillo en las hemerotecas. Hoy mismo todo cuentero y cuentista debe leer cualesquiera de sus relatos infinitos donde unos niños inundan una casa con luz o una mujer entra a un manicomio en busca de ayuda para jamás salir o los guiones de tantas películas que le deben imaginación e ingenio. Hoy mismo deben leerlo los lectores y escritores de novelas, a la sombra de los cien años que hoy nacen y en memoria de los tiempos del cólera y hoy mismo también deberían leerlo quienes hablan en público y aprender de sus discursos del ejemplo de nobleza sinpar y vera humildad de aceptar el Premio Nobel para jamás volver a aceptar ningún premio y seguir cuajando todos los días, todas las horas, en el escritorio donde sólo podía escribir con el acompañamiento de flores amarillas los párrafos, páginas y obras enteras que hacía volar con las yemas de sus dedos como pétalos de mariposa, alas de sílabas.
Los grandes autores de la literatura universal parecen irse en abril para en realidad quedarse ya siempre. A una semana del día de San Jorge en el que celebran su eternidad William Shakespeare y Miguel de Cervantes Saavedra, el Gabo nos amanece hoy mismo el primer día de los primeros cien años de una soledad infinita, pero compartida con millones de lectores en todos los idiomas pues así pasen los siglos habrá escritores que lo quieran imitar, lectores que hagan parte de sus biografías las tramas y enredos de sus cuentos y novelas o una pareja de enamorados que han de quererse sin tiempo desde el primer instante en que se miran. Como caballero andante con lenguaje de armadura y pluma en ristre, Gabo combatió contra muchos dragones de enfermedad y de adversidad profesional, crítica ponzoñosa y penurias en un mundo que conquistó desde los tiempos del cólera, cuando era feliz e indocumentado y como caballero andante, Gabo logró escuderos incondicionales en todos sus lectores y en legiones enteras de escritores y periodistas. Pero yo no paro de llorar y no dejaré de pensar que ya camino por un mundo donde sólo quedan muchos recuerdos y regalos que abren hoy una deuda de gratitud impagable y quedan sus fotografías, sus entrevistas filmadas y mil páginas que podrían volverse amarillas con lágrimas amargas o mejor, con el resplandor de una Luna que se sonroja de madrugada o un Sol que dicen que se apagó hoy mismo.
*Jorge F. Hernández es escritor.
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