Entramado en las nubes
Llama la atención que en un mundo donde nos sabemos vigilados por satélites se vuelva imposible encontrar una avión perdido
Al escribir estas líneas se desconoce el paradero del vuelo MH370 de la compañía Malaysia Airlines que trazaba ruta entre Kuala Lumpur y Pekín, pero ese viaje de Malasia a la China continental ha quedado entramado en las nubes. Los expertos en desmadejar entuertos de tragedia y los peritos en reconstruir los rompecabezas de desahucios coinciden en que estamos ante un misterio que no mitiga el dolor de los familiares y amigos de las víctimas ni el desagradable tufo que se desprende de toda tragedia y se inclinan por seguirle la pista a dos misteriosos pasajeros de nacionalidad iraní que abordaron el avión con pasaportes falsos: aunque se descarta por el momento su posible filiación a una organización terrorista, crece la duda de que podría tratarse de que viajaban en ese avión como mercancía ambulante del tráfico ilegal de personas que van y vienen de China con identidades enrevesadas.
Llama la atención que en este siglo XXI donde los alumnos de primaria suponen encontrar todos los datos de las antiguas enciclopedias y todos los fondos de eso que aún llamamos bibliotecas en el teléfono móvil que les regaló su papá, aquí donde cualquier ama de casa puede puntualizar con GPS el tugurio desde donde le llama el marido (que verbal y pastosamente asegura estar en una reunión de trabajo) y aquí en el planeta donde nos sabemos fotografiados desde satélites infalibles que flotan en la estratosfera, todo ello se vuelva inútil al intentar localizar un avión o los restos de un avión que amarizó hace ya demasiadas horas, días, como para suponer que tendremos nuevos capítulos de La isla de Gilligan o páginas inéditas para alguna novela de naufragios y paraísos perdidos.
Es inevitable. En días pasados se cumplieron quince años de la muerte de Adolfo Bioy Casares y en septiembre próximo no pocos de sus lectores incondicionales pensamos celebrar el primer centenario de su inmortalidad. Bioy parecía llevar luces bajo la piel y un andar que imantaba a todas las mujeres que lo veían como caballero imbatible, era un conversador que sostenía una elegante melodía entre su acento argentino y la música que destilan las palabras con una armonía perfecta entre su erudición constante y su bonhomía generosa, era además un gran escritor. Autor de La invención de Morel, novela que Borges bendijo como perfecta sin hipérboles ni exageraciones, Bioy firmó otro puñado más de novelas y me atrevo a signar que apuntaló su grandeza en los cuentos, esos relatos cortos que han de durar lo que dura un viaje corto en tren, lo que leemos mientras se maquilla Ella (o Él) y lo que se queda en la memoria para siempre no por el largo aliento que va tatuando la novela en cada lector, sino por la repentina taquicardia que nos congela en la saliva un cuento.
En uno de sus muchos relatos magistrales, Bioy Casares narra como crónica que contiene otras la aventura increíble del Capitán Ireneo Morris y el testimonio hipnótico que brinda un tal Carlos Alberto Servian, médico homeópata. El cuento se titula “La trama celeste” y no pienso echarlo a perder contando aquí todos sus detalles, pero es obligatorio adelantar en estos párrafos como homenaje a su autor y veladora encendida para todos los pasajeros del vuelo esfumado de Malaysia Airlines que el cuento abre para cualquier lector la posibilidad insólita de creer una realidad increíble: sucede que a los personajes del cuento les toca vivir por un raro azar la confirmación de la multiplicidad de mundos con los que se clona este planeta que llamamos Tierra y todo eso que llamamos vida, memoria, historia o gastronomía hasta llegar al código postal. Así como hubo más de un filósofo de la antigüedad clásica que se preguntaba si detrás de la Luna existía el anverso de esta Tierra, al Capitán Ireneo Morris se le ocurrió dar ciertos giros al mando de su viejo avión Breguet que coincidieron con lo que los chamanes e iluminados estéricos llaman pases y que esos movimientos y giros, subidas repentinas hacia las estrellas y leves caídas en picadas o danza de las alas sin música lo hicieron cruzar el invisible telón que conecta a todos los mundos posibles que son clones casi idénticos de este mundo enredado en el que vivimos. En su viaje, el Capitán Morris descubre que hay una Tierra donde no existe Escocia, mientras que los demás miembros de todos los mapas coinciden con el que memorizamos de niños; es un planeta gemelo donde las calles de las ciudades que conocemos son iguales, salvo que cambian de sentido y esos versos que uno cree recordar como impresos en página par están aparecen la página non y al reverso en las ediciones de ese otro planeta que la NASA jamás ha podido localizar, tal como hoy todos los detectives del espacio y ciberespacio no pueden localizar ni la mínima huella de un avión B777 que quizá logró rasgar el telón impalpable y teletransportarse a otro mundo idéntico mas no igual, donde hoy no se cumplen veinte años de tantas promesas incumplidas desde que México amaneció con la sorpresa imprevisible de un movimiento armado zapatista o un mundo donde no se cumplan diez años de la tragedia que llenó de muerte y sinsentidos a Madrid, ensangrentando la estación de Atocha donde todo viajero deja siempre un pedazo de corazón o quizá incluso se pueda imaginar un mundo donde hoy mismo toma café Adolfo Bioy Casares con su amigo Borges para agregarle páginas a la ya voluminosa amistad que acumula días como quien va hilando párrafo a párrafo la suma de sus páginas. Los mejores deseos que puedo regalar a quienes lloran hoy el vacío de una tragedia en Malasia o los abrazos que puedo intentar recrear con quienes hoy encuentran motivos de gratitud o alegría no son meros sueños sino atrevidos movimientos de las alas, leves giros de cintura o repetidas inclinaciones de cabeza hacia los párrafos que leo como sagradas escrituras y esos deseos pretenden volverse pases para cualesquiera de los otros mundos donde parecería que hoy cumplo apenas veintiún años, toda la vida por delante y la mejor versión de uno mismo a escribirse página a página en el insondable entramado de las nubes.
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