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Tribuna
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La ruta del café

México lleva demasiado tiempo siendo la nota roja y bajo la sospecha generalizada sobre el valor moral de la clase dirigente de este país.

Michoacán: el ataque combinado a 18 subestaciones de la Comisión Federal de Electricidad (cosa nada fácil) con una extensión de 140 kilómetros entre una y otra, permitió demostrar que, más allá de las balaceras, las matanzas y el permanente y eterno problema de que México se haya convertido en laboratorio de pruebas de calidad de las drogas que consumen los norteamericanos, algo muy importante está pasando.

Hasta ahora, la convicción más común sobre el problema de la violencia en México limita con los cárteles de la droga y con el Norte. ¿Por qué el Norte? Por los 3.600 kilómetros de frontera común con el gigantesco hipermercado de drogas del mundo, llamado Estados Unidos.

Antes, los cárteles, colombianos o mexicanos, usaban países del Caribe y Centroamérica como bases de lanzamiento de las drogas. Esto hizo que en el análisis de todos los servicios geoestratégicos y de inteligencia se considerara que la violencia de los cárteles se ubicaba -de forma justificada- desde el Norte hacia el Centro del país.

¿Y el Sur? Éste fue simplemente la consecuencia de un mercado en expansión frente a una política errónea de hacerles frente.

La historia juzgará los resultados finales de la guerra de Calderón. La falsa guerra del expresidente contra el narco. Pero mientras tanto, el gran terror dormido de que alguna vez la figura de Pablo Escobar se hiciera realidad en México, comienza a perfilarse, no como un miedo abstracto, sino como un problema concreto.

La violencia con inteligencia, si no es la del Estado, es la peor. Basta con ver la serie -por cierto, terrible- sobre Pablo Escobar, para entender que en nuestro mundo moderno global, en el que uno puede “mentarle la madre” a quien sea, meterse con el Papa directamente -por poner un ejemplo-, desde Twitter, también permite la exportación masiva de modelos de destrucción.

En este momento lo que está pasando en México es muy sencillo: es un país que, por su historia, no está preparado para luchar contra una guerrilla.

El ex presidente Plutarco Elías Calles, no solo creó el Estado mexicano en el que vivimos (incluyendo sus imperfecciones), el único que hemos tenido, sino que desacreditó para siempre la posibilidad de golpes de Estado por parte del Ejército mexicano.

A finales de los años 50 y en la década de los 60, el Estado mexicano tuvo el gran acierto de no meterse en medio de la rueda de la historia y, como, a final de cuentas, venía de una revolución, acogió a los revolucionarios.

Que el Granma saliera de este país con Castro y los suyos, garantizó al Estado que cada vez que había un problema de guerrilla, lejos de ser formada en Cuba, en Bolivia o en Colombia, el Estado mexicano tuviera fotos, huellas y la dirección exacta del guerrillero, para acabar con él.

Eso ha hecho que el Ejército mexicano y la sociedad no tengan ninguna experiencia, de cómo luchar contra los guerrilleros, mucho menos con los urbanos.

Ahora el viejo modelo de la violencia-narco se nos cae entre las manos. Sobre todo, porque en cualquier esquema de seguridad o de preocupación nacional lo que hace la mezcla explosiva y sin límite es juntar la violencia-narco con una explosión social susceptible de tener una dirección, pretexto o utilización por causa del abuso y la pérdida de la esperanza de millones y millones de mexicanos.

En los últimos 30 años, los niveles de la pobreza no han descendido, han aumentado. Somos un Estado, desde un punto de vista social, totalmente fallido.

La gente no puede seguir pactando, ya no con su hambre legítima de superación, de sueños y de un ideal de vivir mejor, sino que ya no puede pactar con su hambre diaria.

Si a eso se le agrega que son pueblos dominados y violentados permanentemente, por los legales o los ilegales, está servido el cóctel de la explosión social.

En México hoy la violencia, si se consolida en su origen de brecha social, plantea un problema muy preocupante. Pero sobre todas las cosas, hay que entender que la Ruta del Sur es la que, de verdad, sitúa el verdadero problema.

Con los cárteles se puede luchar hasta la extenuación, acabar muerto o matarlos, pero con los movimientos sociales basados en la desesperanza -sin la poesía y el pasamontañas del subcomandante Marcos-, la experiencia puede ser terrible.

México necesita un replanteamiento social que verdaderamente tenga una sola explicación. El hambre en México ya se ha convertido en un problema de seguridad nacional, por lo menos de una dimensión equivalente al problema de las drogas.

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