La crisis de Estados Unidos es de régimen político
A sabiendas que las crisis fiscal y de endeudamiento son sólo síntomas, los análisis se han orientado entonces hacia la política
El acuerdo logrado en el Senado y en la Cámara de Representantes para evitar el default y reabrir el gobierno no hace más que confirmar la gravedad de la crisis. “Pateando la pelota para adelante”, se escucha constantemente, precisamente en virtud de la transitoriedad de ese acuerdo. Por esta razón, se sigue debatiendo con intensidad este acontecimiento surreal, ¿qué otro adjetivo cuando el Estado deja de funcionar en la nación más rica y poderosa del planeta? A sabiendas que las crisis fiscal y de endeudamiento son sólo síntomas, los análisis se han orientado entonces hacia la política: la miopía de los líderes parlamentarios, la división interna de los republicanos, la inflexibilidad del Tea Party, la falta de liderazgo de la Casa Blanca y otros argumentos similares.
Si bien importantes, estos factores también son síntomas, sin embargo, sólo que de una disfuncionalidad aún más profunda. La verdadera crisis está situada a nivel del régimen político, es decir, en el conjunto de normas que regulan la representación: quienes acceden al poder, de qué manera y cómo legislan, una vez en el poder. Como toda configuración institucional, un régimen provee incentivos a los actores, premios y castigos. Esos incentivos son hoy, y desde hace rato, esencialmente perversos: generan conductas que invitan a la polarización ideológica y por lo tanto conducen a la parálisis legislativa. Cuando la agregación de racionalidades individuales se traduce en una irracionalidad colectiva de manera tan recurrente, ese sistema es socialmente ineficiente.
Las ineficiencias del régimen político están en la propia raíz del sistema electoral, un conjunto de desatinos que sostiene toda la arquitectura del poder. Y esto no es solamente por la existencia del colegio electoral, que reduce la competencia electoral a los cuatro o cinco estados históricamente pendulares; ni por la falta de una autoridad electoral nacional independiente, lo cual impide la supervisión transparente del proceso; ni por el creciente papel del dinero en las campañas, que manufactura las preferencias de los ciudadanos. Todos estos déficits son aún más serios en la base, en los condados y distritos estaduales. Allí, la institución política más poderosa es el mapa electoral, sometido a constantes manipulaciones por medio de dibujos artificiales que, desafiando el sentido común de la geografía, perpetúan la hegemonía territorial de un partido o del otro, y aún de un individuo sobre otro.
Una vieja costumbre, la reconfiguración de los distritos electorales ha recibido enorme ímpetus recientemente. Por una parte por la tecnología, que permite procesar información censal, de consumo, educativa, racial y cultural desde una simple laptop, y simular escenarios electorales, literalmente, cuadra por cuadra. En segundo lugar, por la cartelización de los dos partidos, un duopolio del mercado político donde se legitiman mutuamente en esta práctica de fraude electoral implícito. Los republicanos lo hacen en los estados del sur y los demócratas en el nordeste o en Illinois, y nadie se escandaliza.
Dado que la legislatura del estado elabora estos mapas, la conexión entre el nivel local y el nacional es automática. Quien controla la legislatura “provincial”—que rara vez cambia de mano— controla entonces el mapa de los distritos electorales, y eso tiene un alto poder predictivo sobre la elección y la posterior composición de la Cámara de Representantes. A consecuencia, las donaciones políticas van unánimemente en dirección de candidatos oficialistas en cada distrito, generando una dinámica que se refuerza mutuamente. Estas prácticas explican por qué, en las últimas dos décadas, la tasa de retención de escaños ha sido de alrededor del 95 por ciento de los congresistas, una cifra comparable a las de China y Cuba.
A nivel distrital entonces, ha habido una constante disminución de la competencia electoral, causada, a su vez, por una creciente homogeneización social, económica y cultural, el objetivo explícito de modificar los mapas, precisamente para predecir y controlar el voto. En otras palabras, con menos competencia electoral y menos pluralismo social, los congresistas tienen menos incentivos para negociar diferencias y forjar compromisos—o sea, menos necesidad de hacer democracia—y más alicientes en basar su tarea legislativa en la ideología—o sea, de hacerlo de manera intransigente y facciosa, pues eso les asegura la reelección. El sistema electoral de mayoría simple y distrito uninominal, a su vez, refuerza aún más la intolerancia, lo cual no ocurriría con un sistema de representación proporcional que, al darle protagonismo a los partidos en la conformación de las listas, genera siempre un espacio de negociación.
Así la política se ha transformado en un juego de suma cero, el cierre del gobierno no puede ser sorpresa. Especialmente el Partido Republicano —pero no exclusivamente— expresa esta tendencia. Otrora un partido de centro-derecha pragmático y secular, el partido de Lincoln, es hoy un partido de perspectivas fundamentalistas, donde cada tema en la agenda legislativa tiene una valoración diametralmente diferente según el distrito y la facción en cuestión. Inmigración, política fiscal, salud pública, o religión, cada tema tiene su dogma y sus cruzados dispuestos a inmolarse, a favor de la causa o en contra de ella. Como con el Tea Party —el cual humillado, no obstante exhibe su épica con orgullo— es la política de la anti-política que se las arregla para emerger victoriosa en la derrota. Por lo general, el sacrificio no es una buena receta para el funcionamiento de la democracia.
El régimen político es hoy una “tormenta perfecta” —perfecta por su poder destructivo, igual que en la meteorología; en este caso por su capacidad de exacerbar la polarización ideológica y perpetuar la parálisis legislativa. La democracia estadounidense, lejos de ser un modelo, tal vez necesite nuevos Padres Fundadores; normativamente, está en la bancarrota. Ironía suprema, la pesadilla de James Madison en el siglo 18 se hizo realidad en el siglo XXI: el país está gobernado por facciones.
Hector E. Schamis es profesor en la Universidad de Georgetown, en Washington DC.
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