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Columna
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Adictos a los datos

El espionaje a Gobiernos amigos hará difícil que EE UU logre sus objetivos diplomáticos en el mundo

Precisamente porque la moral, regida por la ética de las convicciones, y la política, sometida a la ética de las responsabilidades, constituyen esferas diferenciadas, tenemos la obligación de pensar sobre la mejor manera de reconciliarlas. Como ha puesto de manifiesto el filósofo político Michael Ignatieff, lo peor de esta tarea no son los riesgos que se asumen, sino su escaso retorno: en el mejor de los casos, en lugar de encontrar una verdad que nos ilumine, nos encontraremos con una serie de males entre los que elegir el menor.

Dicho esto, y partiendo de que espiar no está bien, pero es necesario, se impone hacer algunas distinciones. El caso más fácil de dilucidar es el que tiene que ver con Gobiernos enemigos o personas potencialmente peligrosas. Espiarles parece más que justificado, pues sus actividades suponen una amenaza al bienestar y derechos de los ciudadanos. El problema es que, por lo que estamos viendo, el Gobierno estadounidense ha desbordado con creces esa primera esfera y se ha adentrado en tres territorios muy problemáticos.

Uno es el espionaje a Gobiernos aliados y amigos, que supone, especialmente en el caso de los jefes de Estado y de Gobierno (Dilma Rousseff, Angela Merkel y la larga lista de los que irán saliendo), una deslealtad que deteriorará la confianza recíproca entre líderes, esencial tanto para recabar solidaridad en momentos clave como para cerrar muchos acuerdos, y hará más difícil que EE UU pueda lograr sus objetivos diplomáticos en el mundo. Pero el problema no solo se origina en la cúpula, sino en la base: europeos y estadounidenses necesitan que sus servicios de inteligencia intercambien diariamente datos con la máxima fluidez, lo que requiere un nivel de confianza tan difícil de lograr como fácil de perder. Para la serie de Gobiernos europeos que se negaron, a petición de EE UU, a conceder el derecho de sobrevuelo al avión del presidente Morales en la creencia de que Edward Snowden viajaba en él, la humillación y el ridículo son mayúsculos: retrospectivamente, más les hubiera valido poder tener la oportunidad de interrogar a Snowden y luego decidir si entregárselo a EE UU o darle asilo.

El segundo territorio es el espionaje a empresas extranjeras, una práctica, parece que también cada vez más recurrente, que no solo daña a empresas concretas, que pierden acceso a mercados o tecnologías clave para su supervivencia, sino que distorsiona el funcionamiento de los mercados y, a largo plazo, puede generar un proteccionismo que también perjudicará a EE UU. Precisamente en un momento en el que se quiere negociar un gran tratado de comercio e inversiones entre Estados Unidos y la Unión Europea, este tipo de prácticas pueden dar al traste con una iniciativa que no solo crearía empleo a ambos lados del Atlántico sino que tendría repercusiones geopolíticas muy importantes ya que haría visible hasta qué punto el viejo Occidente todavía tiene bazas que jugar en una dinámica de globalización marcada por el auge de Asia.

La tercera esfera en la que EE UU se ha adentrado con total impunidad es la que tiene que ver con la captura masiva de datos de los ciudadanos, bien de sus perfiles, actividades o comunicaciones. Aquí también, EE UU no parece percibir con suficiente claridad hasta qué punto ese asalto a la privacidad se practica contra las clases medias digitales globales, que son un regulador muy poderoso, con una capacidad muy amplia de presionar directamente a sus Gobiernos o a las empresas del sector de las comunicaciones (sean operadores de telefonía, fabricantes de hardware y software como Microsoft o Apple o proveedores sociales como Google o Facebook). Con razón, Washington sospecha que puede bandear la ira de los Gobiernos europeos, pues estos son demasiado pequeños y dependen demasiado de la información que les suministra. Pero si los ciudadanos perciben que sus derechos están siendo sistemáticamente violados y, a la vez, las empresas ven que su supervivencia también está puesta en cuestión, los Gobiernos no podrán resistirse a poner en pie barreras que limiten la capacidad de EE UU y de sus empresas de aliarse a costa de los demás.

Cabe, en último extremo, la esperanza de que el Gobierno de EE UU sea en parte también víctima de una sobredeterminación tecnológica, de que su salvaje irrupción en las comunicaciones mundiales se haya hecho más como consecuencia de la existencia de una técnica que lo hiciera posible que de una política deliberada que hubiera valorado las consecuencias políticas de las filtraciones a las que estamos asistiendo. En apoyo de esta última hipótesis hay un argumento plausible: que el daño que EE UU está sufriendo como consecuencia de las acciones de individuos aislados como Manning o Snowden está siendo tan elevado y está haciendo tan vulnerable a EE UU que es al propio Washington al que, en su propio interés, le interesaría rectificar y comenzar a tratarse esta adicción tan nociva.

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