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Cómo un ciudadano estadounidense llegó a estar en el punto de mira de EE UU

Al Aulaki, nacido en Nuevo México, fue alcanzado por 'drones' de EE UU en septiembre de 2011 El espionaje llevaba años trabajando en la posible muerte del líder de Al Qaeda en Yemén

Foto sin datar de Anuar al Aulaki, jefe de Al Qaeda en Yemén alcanzado por drones de EE UU en septiembre de 2011.
Foto sin datar de Anuar al Aulaki, jefe de Al Qaeda en Yemén alcanzado por drones de EE UU en septiembre de 2011.

Una mañana a finales de septiembre de 2011, un grupo de drones (aviones no tripulados) estadounidenses despegó de un aeródromo que la CIA había construido en el remoto sur de Arabia Saudí. Los drones cruzaron la frontera de Yemen y poco después estaban sobrevolando un grupo de camiones concentrado en un terreno desértico de la provincia de Jawf, una región del empobrecido país que antes era famosa por criar caballos árabes.

Un grupo de hombres que acababa de terminar su desayuno salió corriendo para subirse a sus camiones. Uno de ellos era Anuar el Aulaki, el predicador instigador, nacido en Nuevo México, que había pasado de ser un promotor del odio en Internet a convertirse en jefe de célula de la rama de Al Qaeda en Yemen. Otro de ellos era Samir Khan, otro ciudadano estadounidense que se había trasladado a Yemen desde Carolina del Norte y que era el creador de Inspire, la revista de Internet en inglés del grupo de militantes.

Dos de los drones Predator dirigieron sus láseres a los camiones para señalar los objetivos, mientras que los drones Reapers, más grandes, apuntaron. Los pilotos de los Reapers, que dirigían sus aviones a miles de kilómetros de distancia, se prepararon para disparar los misiles y los lanzaron.

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Fue la culminación de muchos años de meticuloso trabajo de espionaje, de una intensa deliberación de los abogados que trabajan para el presidente Obama y de luchas territoriales entre el Pentágono y la CIA, cuyas guerras de drones paralelas convergían en los campos de batalla de Yemen. Y fue, al parecer, la primera vez desde la Guerra Civil que el Gobierno estadounidense había perpetrado deliberadamente el asesinato de un ciudadano estadounidense como un enemigo en tiempos de guerra y sin un juicio.

Dieciocho meses después, a pesar de los esfuerzos del Gobierno de Obama por mantenerla en secreto, la decisión de buscar y matar a Aulaki se ha convertido en objeto de debate y se ha sometido a un nuevo escrutinio público, a raíz del nombramiento de John O. Brennan, el asesor de Obama en materia antiterrorista, como jefe de la CIA.

La filtración el mes pasado de un libro blanco no confidencial del Departamento de Justicia que resumía los abstractos argumentos legales del Gobierno –preparados meses después de los asesinatos de Aulaki y Khan, en medio de un debate interno sobre cuánta información había que revelar– ha desatado las peticiones de una transparencia incluso mayor que culminaron la semana pasada con una estrategia obstruccionista de 13 horas en el Senado que retrasó temporalmente la confirmación de Brennan. Algunos se preguntaban en voz alta: si el presidente puede ordenar el asesinato de estadounidenses en el extranjero, basándose en el espionaje secreto, ¿cuáles son los límites de su poder?

Este relato de lo que condujo al ataque contra Aulaki, basado en entrevistas con tres docenas de altos cargos jurídicos y de antiterrorismo, antiguos y actuales, y con expertos extranjeros, aporta nuevos detalles sobre los desafíos legales, militares y en materia de inteligencia a los que se enfrentó el Gobierno de Obama en lo que resultó ser un hito en la historia y en el derecho estadounidense. Pone de manifiesto los peligros de una guerra librada tras un velo de secretismo, y que depende de unos ataques con misiles casi nunca reconocidos por el Gobierno estadounidense y de unas complejas justificaciones legales elaboradas solo para que las lea un pequeño grupo de funcionarios.

El ataque con misiles del 30 de septiembre de 2011 que mató a Aulaki –un líder terrorista cuya muerte los abogados de la Administración de Obama creían que podía justificarse– también acabó con la vida de Khan, aunque las autoridades habían considerado que no era una amenaza lo bastante importante como para que mereciese ser un blanco específico. El mes siguiente, en otro ataque con drones, murió por error el hijo de 16 años de Aulaki, Abdulrahman, que había partido hacia el desierto yemení en busca de su padre. En solo dos semanas, el Gobierno estadounidense había matado a tres de sus ciudadanos en Yemen. Solo a uno de ellos lo mató a propósito.

Una amenaza en evolución

Cuando fue localizado por el misil, Aulaki, de 40 años, llevaba más de una década bajo la vigilancia de las autoridades estadounidenses. Fue investigado primero por el FBI en 1999 por su vinculación con militantes y fue interrogado después de los ataques terroristas de 2001 sobre sus contactos con tres de los secuestradores en sus mezquitas en San Diego y Virginia. Pero otras veces, presentándose como un mediador moderado, dio entrevistas a los medios de comunicación nacionales, predicó en el Capitolio en Washington y asistió a un desayuno con altos cargos del Pentágono.

En 2002, tras marcharse definitivamente de EE UU, abrazó la idea de que su tierra natal estaba en guerra contra el islam. En Londres, y luego en Yemen, donde fue encarcelado durante 18 meses con el apoyo estadounidense, Aulaki se acercaba cada vez más a la completa adopción de la violencia terrorista. Sus elocuentes exhortaciones a la yihad en inglés aparecían repetidamente en los ordenadores de los violentos jóvenes conspiradores que fueron detenidos en Gran Bretaña, Canadá y EE UU.

Hacia 2008, asegura Philip Mudd, por aquel entonces un alto cargo del FBI en materia antiterrorista, Aulaki “surgía como un radicalizador, y no solo en algunas investigaciones, sino en todas”. En noviembre de 2009, cuando el mayor Nidal Malik Hasan, un psiquiatra del Ejército, fue acusado de abrir fuego en Fort Hood, en Tejas, y de matar a 13 personas, Awlaki consiguió la fama mundial que parecía que andaba buscando desde hacía mucho tiempo.

Los investigadores descubrieron rápidamente que el mayor había intercambiado correos electrónicos con Aulaki, aunque las respuestas del clérigo habían sido prudentes y evasivas. Pero cuatro días después del tiroteo, el clérigo despejó cualquier duda sobre su postura.

“Nidal Hasan es un héroe”, escribía en su blog, que contaba con un gran número de lectores. “Es un hombre de conciencia que no podía soportar el hecho de vivir con la contradicción de ser un musulmán y servir en un Ejército que lucha contra su pueblo”.

Por muy escalofriante que fuese el mensaje, sus palabras seguían estando protegidas por la Primera Enmienda. Los organismos de espionaje estadounidenses intensificaron su vigilancia sobre Aulaki e interceptaron comunicaciones que mostraban la creciente influencia del clérigo en Al Qaeda en la Península Arábiga, una filial radicada en Yemen de la red terrorista de Osama bin Laden.

El 24 de diciembre de 2009, en el segundo ataque estadounidense en Yemen en ocho días, los misiles alcanzaron una reunión de los líderes del grupo afiliado. Unos nuevos informes indicaban que uno de los objetivos era Aulaki, que había sido dado por muerto falsamente.

En realidad, los blancos específicos del ataque eran otros de los principales jefes del grupo, y la muerte de Aulaki habría sido un daño colateral y habría estado legalmente justificada al ser una muerte fortuita en un ataque militar. Por muy peligroso que pareciese Aulaki, había quedado demostrado que no era más que un incitador; los analistas en materia antiterrorista todavía no disponían de pruebas irrefutables de que fuese, en su jerga, “operativo”.

Eso cambiaría pronto. Al día siguiente, un nigeriano de 23 años llamado Umar Faruk Abdulmutalab trató de hacer que explotara un avión cuando se aproximaba a Detroit, pero no lo consiguió. El terrorista en potencia que trató de hacer estallar una bomba que llevaba en su ropa interior dijo a los agentes del FBI que después de que fuese a Yemen a buscar a Aulaki, su héroe en Internet, el clérigo había hablado con él del “martirio y de la yihad”, le dio su visto bueno para realizar una misión suicida, le ayudó a preparar un vídeo sobre el martirio y le ordenó que hiciese detonar su bomba sobre el territorio estadounidense, según documentos judiciales.

En su primer interrogatorio de 50 minutos, el 25 de diciembre de 2009, antes de que dejase de hablar durante un mes, Abdulmutalab afirmó que le había enviado un terrorista llamado Abu Tarek, aunque los servicios secretos descubrieron rápidamente indicios de que Aulaki estaba probablemente implicado. Según un funcionario, cuando Abdulmutalab volvió a colaborar con sus interrogadores a finales de enero, admitió que Abu Tarek era Aulaki. Con las declaraciones del nigeriano, las autoridades estadounidenses tenían la confirmación de que Aulaki era claramente un conspirador directo y que ya no era solo un propagandista peligroso.

“Había estado bajo sospecha todo este tiempo, pero fue el testimonio de Abdulmutalab el que me hizo ver que este tipo era peligroso y que teníamos que ir tras él”, declara Dennis C. Blair, el por aquel entonces director del espionaje nacional.

Un dilema legal

David Barron y Martin Lederman tenían un problema. Al ser abogados de la Oficina de Asesoría Jurídica del Departamento de Justicia, les había correspondido determinar si el hecho de matar deliberadamente a Aulaki, a pesar de su ciudadanía, sería ilegal, suponiendo que no fuese factible capturarle. La cuestión planteaba una compleja maraña de posibles obstáculos tanto según el derecho internacional como el nacional, y Aulaki podía ser localizado en cualquier momento.

Según fuentes oficiales al tanto de las consideraciones, los abogados se metieron de lleno en el proyecto y elaboraron rápidamente un breve memorando, en el que concluían de forma preliminar, basándose en las pruebas disponibles en aquel entonces, que Aulaki era un objetivo legítimo porque estaba participando en la guerra con Al Qaeda y también porque suponía una amenaza concreta para el país. El razonamiento que se desprendía de él justificaba un ataque tanto por parte del Pentágono, que por lo general actuaba ateniéndose a la autorización del Congreso para usar la fuerza militar contra Al Qaeda, como de la CIA, una organización civil que por lo general actuaba dentro del marco de la “autodefensa nacional” que emanaba de los poderes del presidente en materia de seguridad.

También analizaron otros ordenamientos jurídicos para ver si prohibían un ataque y llegaron a la conclusión de que no lo hacían. Por ejemplo, el Gobierno yemení había otorgado permiso para llevar a cabo ataques aéreos en su territorio siempre y cuando EE UU no reconociese su papel, de modo que dichos ataques no violaban la soberanía yemení.

Y aunque la Constitución exige por lo general un proceso judicial antes de que el Gobierno pueda matar a un estadounidense, el Tribunal Supremo ha sostenido que en algunos contextos –como cuando la policía, para proteger a transeúntes inocentes, embiste un coche para parar una persecución a alta velocidad– no es necesaria la autorización previa de un juez; los abogados concluyeron que la amenaza en tiempos de guerra que suponía Aulaki encajaba con dicho contexto, y por lo tanto, sus derechos constitucionales no impedían que el Gobierno lo matara sin un juicio.

Pero a medida que transcurrían los meses, la inquietud de Barron y Lederman iba en aumento. Les dijeron a unos compañeros que había temas que no se habían abordado de forma adecuada, especialmente después de leer un blog jurídico que se centraba en un decreto que prohíbe a los estadounidenses matar a otros estadounidenses en el extranjero. En vista de la gravedad de la cuestión, y disponiendo de más tiempo, empezaron a redactar un segundo memorando más exhaustivo, en el que aumentaban y precisaban su análisis jurídico y, dando un paso poco frecuente, investigaban y mencionaban una densa maraña de informes de los servicios secretos que sustentaban la premisa de que Aulaki estaba planeando ataques.

Su labor tenía como telón de fondo la manera en que algunos de sus predecesores durante el mandato del presidente George W. Bush habían sido encasillados por sus memorandos, que antes eran secretos, en los que reivindicaban una visión casi ilimitada de la autoridad del poder ejecutivo, como el hecho de que los poderes en tiempos de guerra de un presidente le permitían contravenir las leyes del Congreso que limitaban la tortura y la vigilancia.

De hecho, Barron y Lederman denunciaron rotundamente dicho razonamiento en un ensayo de dos partes y tan largo como un libro que escribieron conjuntamente y publicaron en Harvard Law Review en 2008, en el que concluían que la teoría del equipo de Bush sobre unos poderes presidenciales que no podían ser controlados por el Congreso era “un intento todavía más radical lo que a menudo se reconoce de cambiar los poderes constitucionales en las leyes de guerra”. Obama, que entonces era senador, había calificado de “ilegal e inconstitucional” la teoría de Bush de que un presidente podía sortear una ley que exigía una orden judicial para las labores de vigilancia.

Ahora, a Barron y a Lederman les estaban preguntando si el equipo de antiterrorismo de Obama podía adoptar esta medida extraordinaria, con independencia de los posibles obstáculos como la ley que prohibía el asesinato en el extranjero, que fue promulgada como parte de un proyecto de ley contra la delincuencia de 1994 y que no contempla excepciones para las amenazas a la seguridad nacional. En cambio, la ley principal que prohíbe el asesinato en contextos normales y nacionales está mucho más matizada y solo incluye los asesinatos “ilegales”.

Cuando investigaban la ley de asesinatos en el extranjero, que pocas veces se invoca, Barron y Lederman descubrieron una resolución de un tribunal de distrito en la que se hacía referencia a una mujer acusada de matar a su hijo en Japón. Un juez dictaminó que la escueta ley sobre asesinatos en el extranjero debe interpretarse incorporando las excepciones de la ley homóloga sobre asesinatos nacionales, y escribió que “el Congreso no tenía la intención de tipificar como delito los asesinatos justificables o disculpables”.

Al sostener que cuando el Gobierno mata a un líder enemigo en una guerra o como autodefensa nacional no se trata de una “muerte” ilegal, Barron y Lederman concluyeron que la ley de asesinatos en el extranjero no impedía un ataque. No habían recurrido a las teorías del estilo de Bush a las que antes habían acusado de ampliar los poderes de guerra presidenciales y de hacer caso omiso de las limitaciones impuestas por el Congreso.

Debido a su vuelta al mundo académico en otoño de 2010, los dos abogados ultimaron su segundo memorando sobre Aulaki, y su razonamiento fue aprobado de forma generalizada por otros abogados del Gobierno ese mismo verano. Había aumentado hasta las 63 páginas, pero seguía ciñéndose a las circunstancias de Aulaki y aprobaba el uso de la fuerza para matarle sin abordar si también estaría permitido matar a ciudadanos, como los miembros de bajo rango de Al Qaeda, en otras situaciones.

Cerca de tres años más tarde, se haría pública una parte del análisis jurídico en el libro blanco que eliminaba toda referencia a Aulaki aunque mantenía alusiones secundarias, como su discusión sobre un “líder operativo de alto rango” genérico. El razonamiento libre, separado de su contexto original e interpretado erróneamente como una declaración general sobre el ámbito y los límites de la autoridad del Gobierno para matar a ciudadanos, llevaría a una confusión generalizada.

Reforzar el espionaje

Ahora los abogados habían aprobado dos veces el asesinato de Aulaki si no podía ser capturado, pero el Gobierno seguía sin tener ni idea de en qué lugar de Yemen se escondía. Durante la primera mitad de 2010, la CIA estaba empezando a recabar más información en el país, y los espías saudíes todavía tenían que infiltrarse lo suficientemente en las redes de militantes en Yemen para averiguar el paradero de los líderes de Al Qaeda en la Península Arábiga.

Por lo visto Aulaki había estado ocultándose la mayor parte del tiempo en la provincia de Shabwa, a varias horas en coche de la capital en dirección sudeste, que es dominio de Al Qaeda y también el territorio tradicional de la poderosa tribu de su familia, los Aualiq. Ali Abdulá Saleh, el cauteloso presidente yemení durante mucho tiempo, negoció con los líderes tribales, que le ofrecieron mantener a Aulaki bajo arresto domiciliario, según un funcionario yemení. Las conversaciones no dieron resultados concluyentes.

Y existían otros problemas. Un desastroso ataque estadounidense con misiles en mayo de 2010 mató accidentalmente a un subgobernador provincial en Yemen y enfureció al presidente Saleh, que suspendió de hecho la guerra clandestina. Pasarían meses antes de que se produjese el siguiente ataque del Pentágono en Yemen.

En agosto de 2010, el padre de Aulaki, con la ayuda de grupos de libertades civiles, interpuso una demanda contra el plan del Gobierno de matar a su hijo, sobre el que habían informado los medios de comunicación. En la interposición de la demanda ante los tribunales, el Gobierno presentó sus reclamaciones públicas contra Aulaki y señaló que siempre podía entregarse.

Pero también declaró que los tribunales no deberían desempeñar ningún papel en la supervisión de las decisiones del poder ejecutivo sobre objetivos en tiempos de guerra, sostuvo que el padre de Aulaki no tenía argumentos legales para llevar el caso ante los tribunales, e invocó el privilegio de los secretos de Estado. En diciembre de 2010, un juez desestimó la demanda.

De vuelta en Yemen, la CIA y el Pentágono utilizaron la pausa en la campaña aérea para conseguir más fuentes en el interior del país. La Agencia Nacional de Seguridad aumentó el control de los teléfonos móviles en Yemen y penetró en las redes informáticas para interceptar mensajes electrónicos. Según un exanalista de la Agencia de Inteligencia de Defensa, los organismos, conscientes de que Obama, afectado por el intento de atentado con explosivos escondidos en la ropa interior, estaba siguiendo de cerca la búsqueda, competían para introducir nuevas informaciones sobre Aulaki en el informe diario sobre espionaje del presidente.

Y, con mucha discreción, la CIA empezó a construir su propia base de drones en Arabia Saudí. Las autoridades saudíes habían dado a la CIA su permiso para construir la base con la condición de que se ocultase el papel del reino. Y la base se encargó de un problema diferente: el Gobierno de Yibuti, donde el Ejército tenía la base de sus operaciones con drones en la región, impuso severas restricciones sobre todas las operaciones para realizar asesinatos llevadas a cabo desde su territorio. El Gobierno saudí no formuló peticiones semejantes.

Mientras tanto, los ataques relacionados de distintas maneras con Aulaki siguieron aumentando, incluido el intento de hacer estallar un coche bomba en Times Square en mayo 2010 perpetrado por Faisal Shahzad, un ciudadano naturalizado estadounidense que había acudido al predicador en Internet, y el intento de Al Qaeda en la Península Arábiga de hacer estallar unos aviones de carga con destino a EE UU ese mes de octubre.

A finales de 2010 o principios de 2011, las tropas de seguridad yemeníes rodearon un pueblo en la provincia de Shabwa donde se decía que Aulaki estaba escondido, señala Gregory Johnsen, un experto de Princeton y autor de The Last Refuge: Yemen, al-Qaeda, and America’s War in Arabia [El último refugio: Yemen, Al Qaeda y la guerra de Estados Unidos en Arabia]. Pero la búsqueda casa por casa resultó infructuosa.

En la Casa Blanca, la frustración iba en aumento.

El cerco se estrecha

Mientras la caza proseguía, el hombre fuerte de Yemen empezó a perder poder a medida que su país se veía envuelto en las revueltas que se extendieron por el mundo árabe a principios de 2011. Ese mes de junio, una lluvia de cohetes impactó en la sala del palacio presidencial en la que se ocultaba Saleh, hiriéndole de gravedad y poniendo fin a su gobierno.

El debilitamiento de Saleh dio más libertad a los estadounidenses para llevar a cabo la búsqueda de Aulaki. Por aquel entonces, los espías estadounidenses y saudíes habían convertido a varios militantes en fuentes de información, lo que ayudaba a guiar los ataques estadounidenses.

En su esfuerzo más exótico por localizar al clérigo, la CIA trabajó con los servicios secretos daneses para usar a Morten Storm, un converso danés que había trabado amistad con Aulaki, para que colocara un aparato de seguimiento en la maleta de una mujer que había accedido a convertirse en la tercera mujer del clérigo. El plan fracasó cuando los precavidos cómplices de Aulaki tiraron la maleta. Pero Storm también dijo a las autoridades que se comunicaba con Aulaki a través de un correo; pero no queda claro si ese correo ayudó finalmente a la CIA a dar con el paradero de Aulaki.

También estaban apareciendo otras fuentes de información, y una de ellas provocó un nuevo debate. En abril de 2011, EE UU capturó a Ahmed Abdulkadir Warsame, un somalí que trabajaba estrechamente con la rama de Al Qaeda en Yemen. Estuvo retenido abordo de un navío durante más de dos meses y habló sin reservas a los interrogadores, incluso de sus encuentros con el antiguo hombre de Carolina del Norte que ahora dirigía la revista del grupo, Samir Khan.

Aunque EE UU había seguido a Khan durante mucho tiempo, los nuevos detalles que emergieron del interrogatorio de Warsame suscitaron la pregunta de si debía considerarse como blanco a otro ciudadano estadounidense. Todavía había pocas pruebas que relacionasen a Khan con alguna trama concreta, y por eso el Gobierno lo tachó de la lista. Pero los acontecimientos no se desarrollarían tan claramente.

En mayo de 2011, días después del ataque del comando estadounidense que mató a Bin Laden, el Mando Conjunto de Operaciones Especiales del Pentágono, el centro de las unidades secretas de comandos del Ejército y de la Armada, tuvo la mejor oportunidad de acabar con Aulaki cuando se trasladó a la provincia de Shabwa. Los drones y los aviones Harrier de la Marina dispararon a su camión, pero logró escapar y se refugió en una cueva. Según Johnsen, el experto de Princeton, Aulaki dijo a sus amigos que ese episodio “reforzó su convencimiento de que ningún ser humano muere antes de finalizar su cometido en la vida y antes de que llegue su momento”.

Finalmente, a finales de septiembre de 2011, la base de la CIA en Arabia Saudí estaba lista. El asesor de Obama en materia antiterrorista, Brenann, ordenó que el peso principal de la búsqueda de Aulaki recayese sobre el organismo. David H. Petraeus, que había tomado posesión como director de la CIA el 6 de septiembre, ordenó que varios drones fuesen trasladados de Pakistán a Arabia Saudí. A mediados de septiembre, los estadounidenses estaban estrechando el cerco y, según aseguran fuentes oficiales, contaban con actualizaciones de una fuente de la CIA dentro de Al Qaeda en la Península Arábiga. Entonces es cuando empezó una búsqueda muy diferente de Aulaki.

Mientras Aulaki se convertía en uno de los terroristas más buscados del mundo, su hijo de 16 años, Abdulrahman, llevaba la vida de un adolescente normal. Le gustaban los deportes y la música, y mantenía actualizada regularmente su página de Facebook. Pero ahora salía a escondidas de la casa de su familia en Saná, la capital de Yemen, y dejaba una nota de disculpa para su madre en la que decía que se había ido a buscar a su padre.

Pero cuando el adolescente se dirigía hacia Shabwa, su padre ya se había marchado a la provincia de Jawf, a cientos de kilómetros de allí. Acompañado por Khan, Aulaki padre se trasladó al escabroso territorio, por miedo a permanecer mucho tiempo en cualquier lugar.

Lo que no sabía es que la fuente de la CIA estaba informando de sus movimientos. En la mañana del 30 de septiembre, la flota de drones, guiada por la fuente, llegaba a Jawf. Los misiles destruyeron el convoy.

Ese mismo día, en una ceremonia militar en Fort Myer, en Arlington, Virginia, Obama tomó nota de la victoria del inmenso esfuerzo antiterrorista estadounidense, pero con un lenguaje extrañamente indirecto. Aulaki, dijo, “ha muerto” en Yemen, y “este éxito es un tributo a nuestros servicios secretos y a los esfuerzos de Yemen y de sus fuerzas de seguridad que han trabajado estrechamente con Estados Unidos”.

Obama había levantado inmediatamente el secreto oficial sobre el ataque a Bin Laden, pero esta vez señaló que la operación en Yemen, aunque ya se había informado sobre ella en todo el mundo, seguiría sin reconocerse oficialmente. Los miembros del Congreso solo hablarían de ella con cautela y los responsables en materia antiterrorista solo podrían hablar en privado de lo que todo el mundo sabía.

Los funcionarios del Gobierno que habían trabajado durante meses para analizar el asesinato de Aulaki evaluaron la situación. Khan, al que habían decidido específicamente no añadir a la lista de personas a matar, también estaba muerto. Aunque los abogados creían que su asesinato estaba legalmente justificado como daño colateral, su muerte empañó todos esos meses de esfuerzos aparentemente cautelosos por analizar a quién se debía incluir en la lista y a quién no.

Luego, el 14 de octubre, un misil aparentemente dirigido contra un jefe de célula egipcio de Al Qaeda, Ibrahim el Banna, impactó contra un modesto restaurante al aire libre en Shabwa. La información de los servicios de espionaje no era buena: Banna no estaba allí, y entre los aproximadamente 12 hombres que murieron se encontraba el joven Abdulrahman el Aulaki, que no tenía ninguna conexión con el terrorismo y que nunca habría sido un blanco deliberado.

Fue un trágico error y, para el Gobierno de Obama, un desastre para sus relaciones públicas ya que arrojó más dudas sobre la moralidad del ataque anterior contra su padre e hizo que surgieran dudas respecto a las afirmaciones estadounidenses sobre la precisión quirúrgica de los drones. El daño no hizo más que agravarse cuando unas fuentes oficiales anónimas atribuyeron al principio una edad de 21 años al hijo de Aulaki, lo que dio pie a que su afligida familia hiciese público su certificado de nacimiento.

Había nacido en Denver, decía el certificado del Departamento de Sanidad de Colorado. En EE UU, en la época en la que un misil de su Gobierno le mató, el adolescente tendría justo la edad necesaria para poder conducir.

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