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Columna
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Berlusconi y el Duce

Incurrir en la infamia no le preocupa lo más mínimo a Silvio Berlusconi con sus referencias a Mussolini

Antonio Elorza

La insólita referencia a las buenas obras de Mussolini por parte de Silvio Berlusconi, coincidiendo además con el Día de la Memoria consagrado al Holocausto, fue rápidamente calificada por el primer ministro Monti como una battuta, una ocurrencia, eso sí, infelice. La respuesta del presidente Napolitano, sin mencionar al demagogo, fue en cambio tajante: dada “la infamia de las leyes raciales de 1938” no caben ambigüedades y hay que permanecer vigilantes ante cualquier forma de negacionismo y revisionismo. “El país es consciente, resumió, de la aberración del fascismo”.

Lo más grave es que la declaración de Berlusconi tuvo poco de battuta. Necesitaba chupar cámara en una conmemoración de ese carácter y al mismo tiempo marcar distancias frente a una posición estrictamente democrática. El aliado de la racista Lega Nord y anfitrión de tantos neofascistas en su partido debía dar el golpe de efecto que en sus circunstancias desfavorables ante las elecciones le permitiera ganar en bloque el voto de la extrema derecha. Y como en tantas otras ocasiones, incurrir en la infamia no le preocupaba lo más mínimo, si ello ampliaba su cuota de mercado político.

El episodio nos recuerda la validez del análisis realizado por Maurizio Viroli, gran especialista en Maquiavelo, en La libertad de los siervos (2010), donde explica el consenso logrado por Berlusconi sobre la base de una manipulación generalizada de los medios, jugando con los peores rasgos de la mentalidad populista italiana –machismo a ultranza, propensión a la ilegalidad y al fraude, autoritarismo- para elevarlos a sistema de gobierno, desde el cual impulsa la reproducción ampliada de los mismos, consiguiendo una auténtica degeneración moral de la sociedad. Aun con elecciones y derechos civiles, los italianos vivieron así bajo Berlusconi una forma de opresión, de ausencia de libertad, cuyos efectos se mantienen; algo comparable a las tiranías del primer Renacimiento cuando aun no habían sido suprimidas las instituciones republicanas. Al igual que Borso de Este en las representaciones del palacio de Schifanoia –quitapenas, buen antecedente- en Ferrara, el tirano es omnipresente; su imagen protagoniza todos los momentos de la vida ciudadana.

La herencia de Mussolini resulta aquí evidente. La primera preocupación del dictador consiste en dominar con su imagen el espacio público. La dimensión sexual de su poder –nos lo recuerdan para el Duce los diarios de Chiara Petacci-, llevada al paroxismo (y al ridículo) ratifica la pretensión compartida por ambos de dominio sobre la mitad masculina de la sociedad, frustrada incluso cuando trata de imitar sus asombrosos logros en la cama. En cuanto a las mujeres, como a las masas, no se las ama, “se las toma” (Duce dixit). Por otra parte, las insuficiencias de la política democrática hacen posible la exaltación del líder carismático que con sus decisiones aparta a los italianos de pensar y les permite vivir envueltos en el consenso alcanzado mediante la sumisión y el permanente comecocos televisivo. Para ello ningún destinatario mejor que las marujas de todo tipo, contrapunto de las suculentas y clónicas velinas en exhibición desde la pantalla. Son ellas quienes protagonizaban el spot propagandístico de las pasadas elecciones, que insistía sobre la necesidad de dejarlo todo en manos de Berlusconi: “Presidente estamos contigo, meno male che Silvio c’è” (menos mal que está Silvio). La imagen final presenta al coro en pleno repitiendo el estribillo. Como telón de fondo, el edificio del EUR en Roma, la máxima realización de la arquitectura fascista.

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