Un desierto para la ley
El Gobierno de Bamako no logró nunca controlar el extenso territorio de Azawad La región ha caído en manos de contrabandistas, cárteles de droga y “comerciantes de rehenes”
Numerosos elementos objetivos llevan a algunos, en el Sahel y fuera, a promover el enfrentamiento armado en Malí. A los europeos, que han tomado la iniciativa en esta campaña, no les faltan argumentos. Mencionan, por una parte, la preocupación por la seguridad, en la medida en la que el norte de Malí se ha convertido en un centro de entrenamiento de terroristas que supone una amenaza real para Europa. Por otra parte, parecen preocupados por la defensa de unos derechos humanos que son violados habitualmente en esta zona, que ha pasado a estar bajo el control de grupos que no dudan en aplicar unas leyes obsoletas y chocantes para el resto del mundo.
Los franceses, en concreto, no esconden sus temores y dicen abiertamente que no aceptan un nuevo Mohamed Merah, ese francés de origen magrebí que mató a soldados y a niños en un colegio judío de Toulouse. Ese mismo discurso lo defienden los dirigentes de África occidental, inquietos porque el caos maliense se contagie a sus países, que ya están sumidos en un mar de dificultades políticas, económicas, sociales y étnicas.
Pero sean cuales sean los argumentos y las justificaciones de la guerra desencadenada —lograr la unidad de Malí, evitar el contagio y la disolución de los Estados vecinos, eliminar o acorralar el proyecto de emirato de Azawadistán—, que son unos argumentos razonables e incluso legítimos, existen elementos sociales y verdades históricas que los actores deberían tomar en consideración.
La primera de esas verdades es que el Estado maliense, desde que accedió a la soberanía en 1960, nunca ha conseguido imponer su poder en las regiones septentrionales, conocidas con el nombre de Azawad. Cada vez que ha intentado ejercer su autoridad, se ha topado con la resistencia de la sociedad azawadí, difícil de someter a cualquier autoridad. Modibo Keita, el primer presidente de Malí y partidario del socialismo, fracasó en su intento de destruir la estructura de la sociedad tradicional de los tuaregs del norte de Malí. Sin embargo, destruyó las estructuras tradicionales en el resto del país. En el norte, la resistencia del pueblo tuareg fue general y feroz. Sobre todo por parte de su aristocracia. Miles de personas han perecido en esta guerra y han sido encarceladas en las prisiones malienses.
La memoria colectiva de la población de esta zona todavía recuerda el nombre del tristemente famoso capitán Djibi Sylla, el gobernador militar que trató en vano de que fracasara la revolución de los ifoghas enviando a la cárcel a su jefe, Zayd Ag Taher, sustituido por su hermano Intalla, que hoy día sigue ocupando esa función. Ni los sistemas socialistas ni militares ni democráticos han logrado alterar su poder sobre su tribu, ni reducir su influencia, ni cambiar la forma en que funciona esta organización transmitida de padres a hijos.
Desde esa época, el Estado de Malí ha desatendido la región, que constituye, sin embargo, dos tercios de la superficie de su territorio y que se extiende desde Douenza (al lado de Mopti) hasta la ciudad de Jalil, en la frontera argelina. Las políticas de desarrollo se suprimieron y la presencia efectiva del poder central quedó reducida a su más mínima expresión: algunos funcionarios caídos en desgracia destinados en algunas ciudades de la región.
Las redes de contrabando y del crimen organizado procedentes de todos los continentes del mundo tomaron el relevo y transformaron la zona en un mercado abierto en el que conviven los cárteles del crimen. Empezaron los comerciantes saharauis de los campos del Polisario instalados en el sur de Argelia, que, en la década de 1980, se establecieron allí para vender el excedente de la ayuda humanitaria obtenida en algunos países europeos (leche en polvo, aceite, mantas). Luego llegaron los comerciantes mauritanos para pasar de contrabando productos como azúcar, arroz, té y, sobre todo, cigarrillos. Hoy día, el Estado está pagando esta negligencia.
Pero el mercado del contrabando en la zona iba a sufrir un cambio peligroso con la entrada de los cárteles de la droga de Latinoamérica. Eso provocó una transformación no solo en el plano económico, sino también en el social con la introducción de un elemento nuevo: el dinero. Este, que antaño era escaso, empezó a correr a raudales. Una categoría de nuevos ricos surgió en la zona y se lanzó a competir con las personalidades tradicionales por la influencia y el poder. Tribus enteras se incorporaron al circuito de la nueva economía que requiere una infraestructura parecida a la de una estructura militar, en medios y en armas.
Al Qaeda del Magreb Islámico se integró rápidamente. Uno de sus jefes se casó con la hija de un líder tribal
Esta profunda transformación coincidió en Argelia con el endurecimiento del enfrentamiento entre el Ejército argelino y los grupos islamistas armados en la década de 1990. Los éxitos de los militares argelinos y la presión ejercida por ellos contra los grupúsculos islamistas obligaron a estos últimos a buscar refugio en un norte de Malí que escapa a cualquier control. Acto seguido empezaron a construir allí bases de la retaguardia, especialmente el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (GSPC), origen de Al Qaeda del Magreb Islámico. Mojtar Belmojtar, alias Jaled Abu el Abbas, pasó a dirigir esta estructura en ciernes. El grupo logró integrarse rápidamente en el tejido social de la región de Azawad. Su jefe consolidó esta integración contrayendo matrimonio con la hija de uno de los jefes de las tribus árabes brabich.
Con el tiempo, la población descubrió que el pequeño movimiento de insurrectos, que les ayudaba a vivir con algunos servicios mediocres, les aportaba más que su Estado, Malí. Eso abrió la vía al reclutamiento de jóvenes yihadistas y al descubrimiento de la religión, una religión totalmente diferente del sufismo que estaba extendido por la zona, lejos del fanatismo y del rigor que los nuevos amos del lugar han impuesto en la práctica.
La presencia de El Abbas y de su grupo en el norte acabó por provocar un verdadero “renacimiento islámico” entre las filas de unos jóvenes que hasta entonces habían estado marginados, y les llevó hasta los campos de entrenamiento abiertos por el grupo salafista. Una vez captada la ideología, los nuevos reclutas, entusiastas y comprometidos, ya soñaban con cambiar el mundo. Naturalmente, han ayudado al jefe argelino a extender su autoridad en la zona, aunque él siempre ha tratado de oponerse al tráfico de drogas, contrariamente a lo que asegura la propaganda de sus enemigos, muy difundida por la prensa occidental. Sin recurrir a los fondos generados por el tráfico de drogas o de cigarrillos, El Abbas y sus amigos han encontrado otro método, más lucrativo, más espectacular, más en boga y más cubierto por la prensa: el comercio de rehenes.
La población descubrió que los insurrectos, que le ayudaban con algunos servicios mediocres, le aportaban más que su Estado, Malí.
Este comercio ha prosperado en el transcurso de la última década y se ha convertido en un sector muy rentable, que proporciona empleo e ingresos en las zonas más pobres. Su pirámide se extiende desde los jefes de las brigadas armadas hasta los intermediarios, pasando por los informadores que definen el objetivo, los guías especializados en las impenetrables vías del desierto, los secuestradores directos, los guardianes encargados de esconder a los rehenes, los que determinan el precio y, por último, los que se encargan de las negociaciones.
No cabe duda de que esta práctica no habría florecido y ni tan siquiera habría existido si el Estado maliense no hubiese abandonado sus obligaciones y sus responsabilidades en el desarrollo de las zonas del norte, abandonadas a la pobreza, a la ignorancia y a la influencia de los grupos salafistas armados. Cabe incluso considerar a los círculos oficiales de Bamako responsables, de una forma u otra, de esta situación a causa del desorden que ha carcomido la estructura del Estado maliense y lo ha hecho más vulnerable.
En este ambiente era fácil iniciar una guerra que, por otra parte, habría emprendido la resolución del Consejo de Seguridad que autorizó el despliegue de fuerzas militares africanas en el norte de Malí. Pero, sin embargo, no es seguro que esta guerra vaya a reunificar Malí, a mantener la estabilidad y la seguridad y a expulsar del territorio a los grupos yihadistas.
Este objetivo solo se alcanzará si se abren otros frentes para la sociedad. En primer lugar, en el plano económico, si se inicia una estrategia para el desarrollo de la región. En el plano político, si se garantiza la justicia a la población además de garantizarle su participación en el ejercicio del poder. Y finalmente, si se adopta una política cultural que preserve y defienda sus valores autóctonos. Parece que los expertos de la región se han olvidado de incorporar estas expectativas a sus estrategias.
La guerra mundial contra el terrorismo nos ha acostumbrado, en Afganistán, en Yemen, en Somalia, en Palestina y en Irak, a tratar los síntomas sin preocuparnos por las causas profundas. Esperemos que esta vez haya una excepción a la norma.
Abdalla Ould Mohamedi es escritor, especialista en temas del Sahel y director de la agencia Sahara Media.
Traducción de News Clips.
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