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Columna
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Por qué el islam

El mundo árabe, aunque viva en una confusión masiva, tiene una alta conciencia de sí mismo

El colonialismo ha tratado al África negra mucho peor que al mundo árabe. Gran Bretaña y Francia se repartieron, en los siglos XIX y XX, el continente africano como señores de horca y cuchillo, con aportaciones menores de Bélgica, Portugal, Alemania e Italia, y el apenas simbólico pied à terre español en el golfo de Guinea. Y, aunque hay una fuerte proporción de musulmanes en los países negro africanos, el injurioso vídeo contra Mahoma no despierta las pasiones ni concita las agresiones a personas e intereses occidentales que agitan hoy al mundo árabe-islámico y fuera del mismo, en países seriamente tocados de integrismo musulmán como Pakistán y Bangladesh.

Pese a toda la literatura de la negritud que pusieron de moda los Sedar-Senghor, Césaire y Fanon, el negro africano carece de un pensamiento común, de una unidad beligerante de protesta, y si el colonialismo directo se ha alejado relativamente de ese mundo es porque presenta más inconvenientes que recompensas. El mundo árabe-islámico, sin embargo, aunque viva en una confusión masiva, sin unidad política, posee una altísima conciencia de sí mismo. El árabe más analfabeto sabe que sus pueblos constituyen una extraordinaria civilización que nunca renunciará a recuperar la posición hegemónica que cree genuinamente suya, idea que incluso puede verse reforzada por la revuelta en curso norteafricana y mediterránea. Su propia incredulidad ante el hecho de que otra civilización, la cristiana, haya podido dominar a esa nación de naciones que es la arabidad, hasta el punto de mantener, entre otros, supurante el absceso palestino, se exaspera violentamente ante cualquier vituperación de lo propio, y nada más propio que el islam, término no en vano traducible como “sumisión”.

En tiempos medievales, cristianismo e islam eran dos religiones en pugna de prosélitos, no tan diferentes. Pero el cristianismo es en el siglo XXI un islam en parte derrotado, que ha tenido que evacuar la esfera de lo público en favor del llamado laicismo, reinante en una sociedad cuya legalidad ha dejado de estar inspirada por la religión. ¿Por qué la fe de Roma se batió en retirada y no el islam, que sigue siendo un hecho tan devorador de lo político como hace siglos?

Un desarrollo de esa trascendencia no puede ser monocausal. Clima, geografía, herencia greco-latina son fermentos indiscutibles. Pero como producto de esa evolución, los poderes agrupados bajo el signo de la cruz se lanzaron tras el Renacimiento a la apropiación material e intelectual del mundo. Los primeros fueron portugueses y españoles en los siglos XV y XVI, y especialmente en el XIX, británicos y franceses completaron la virtual conquista del planeta. Pero esa apropiación territorial la habían anticipado intelectualmente descristianizadores de facto como Descartes, Newton, Voltaire, cualesquiera que fueran sus creencias religiosas. Y en esa apropiación, de la que el enciclopedismo francés fue la primera gran codificación por escrito, viajaba la descristianización del mundo. La manzana de Newton hacía suyo un universo al que había abierto el camino Cristóbal Colón y en el que no convivían fácilmente ciencia y misterio.

Nada de eso pudo ocurrir en el mundo árabe-islámico, que sufre una decadencia terminal en el siglo XIII —la caída de Bagdad, el fin del imperio— y que, posiblemente, ya había visto truncado cualquier intento de apropiación universal en Poitiers cinco siglos antes. Cierto que hubo imperios sucesores, el del Gran Mogol en el subcontinente, que arrasa el colonialismo británico a mediados del siglo XIX, o el otomano, que solo se desintegra con la derrota en la Gran Guerra en 1918. Pero ninguno de ellos sintió la misma sed de universalidad, ni tampoco buscó la oportunidad de poner pie en América o Extremo Oriente. Así es como el islam atraviesa los siglos del gran cambio en Occidente, los de la revolución industrial, que permiten a Europa vincular toda su potencia material a la dominación y entendimiento intelectual del mundo, con su credo religioso si no intacto, cuando menos igual a sí mismo, como explicación final del ser humano y de su historia.

Todo ello no excusa asesinatos, terrores, ni algarabías de muerte en general. La emisión de un vídeo que apostrofa groseramente a Mahoma estará, sin duda, cubierto por esa poderosa ley de gravitación universal que es la libertad de expresión, pero nada obliga a reproducir cualquier exabrupto para demostrar lo apegados que estamos a nuestras libertades. Los países del islam responden con inaceptable violencia a lo que perciben como agresiones de Occidente. Pero no hay en ello únicamente desorden criminal; también, memoria.

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