Partidos endebles, Congreso fuerte
Las formaciones políticas se han desarrollado tardíamente en el país por oposición a un Parlamento y un Ejecutivo poderosos
El proceso contra el mayor escándalo de corrupción de Brasil tiene su raíz en el peculiar sistema político del país sudamericano, donde históricamente los partidos han sido débiles frente a un Congreso y un Ejecutivo federales fuertes. Dentro del hemiciclo, los legisladores pactan, traicionan acuerdos, intercambian prebendas, mudan de camiseta y votan con o contra sus partidos con una cintura tan ágil como la de las bailarinas del Sambódromo de Río.
Los partidos brasileños han sido históricamente actores secundarios en el sistema político, y su aparición es tardía si se los compara con los de Argentina, Chile o Uruguay. Mientras los tres vecinos ya tenían en los años treinta partidos bien establecidos, Brasil no los consolida hasta 1945, durante la etapa final del Estado Novo forjado por Getulio Vargas. Pero lo curioso es que los partidos ni siquiera logran protagonismo entre 1946 y el golpe de Estado de 1964, cuando el país vive un periodo que, con todas sus deficiencias, fue democrático. Tal es así que, para cuando se vuelve al Estado de derecho en 1985, el grueso de los partidos que rivalizan por el apoyo popular son muy jóvenes. Apenas un par de las grandes y medianas agrupaciones son anteriores a 1964: la laborista y comunista.
Desde su origen, que se remonta al fin del imperio y la creación de la República en 1889, las fuerzas políticas han sido un apéndice de los poderes o clanes familiares regionales. Los partidos se crearon generalmente desde la élite hacia abajo, dando poco espacio a los movimientos de base, salvo en el caso de los partidos de izquierda. Los grandes señores de la política siempre han sido los gobernadores regionales que, al frente de sus movimientos o sus facciones, maniobran en el Congreso y pactan las líneas generales de la política nacional.
Los Estados del sur, como São Paulo o Minas Gerais, los artífices del Brasil industrial, han tenido más peso en el poder central. Mientras, los del norte, dominados por los terratenientes, son los que más se aferran a su autonomía. Brasil siempre ha tenido fuertes diferencias regionales. Pedro I, primer emperador y padre de la independencia, sofocó más de una rebelión secesionista para mantener la unidad del territorio. El imperio solo perdió un territorio clave, la Provincia Cisplatina, lo que hoy es Uruguay.
El Congreso brasileño no es más que el lugar donde se plantean y dirimen todos estos intereses regionales y particulares bajo la atenta mirada del Gobierno federal. Los diputados no suelen cambiar de partido por diferencias ideológicas sino porque siempre están valorando en qué agrupación de su zona tendrán más posibilidades de ser reelegidos. Cuando los diputados entran en el Congreso, la retórica política e incluso la ideología suelen quedar fuera.
La presidenta Dilma Rousseff sabe mejor que nadie que tener al Congreso en contra dificulta la gobernabilidad. Desde que comenzó su cruzada contra la corrupción, que se llevó por delante a correligionarios y aliados del gobernante Partido de los Trabajadores (PT), decenas de reformas clave han quedado paralizadas como advertencia a la mandataria de que el Parlamento es un poder intocable. El juicio que comenzó ayer, sin embargo, es la oportunidad para que esto cambie en Brasil.
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