El minarete de Damasco
La uniformización forzosa rompería un complejo equilibrio milenario Los damascenos se comportan como lo que son: los habitantes de la ciudad más antigua del mundo continuamente habitada
Damasco ha sido a menudo materia prima de los sueños y también, con cierta frecuencia, de las pesadillas. Para muchos cristianos era precisamente esta ciudad, como ejemplo de magnificencia y tentación, la que el diablo mostró a Jesús durante los días de su pugna en el desierto, y, según una muy extendida leyenda local, a Damasco volverá el Mesías para anunciar la terminación de los tiempos y el Juicio Final. En concreto Jesús se situará en lo más alto del minarete más alto de la Gran Mezquita de los Omeyas, y desde allí proclamará el advenimiento del Reino del Cielo.
Esta última historia me la explicó con todo tipo de detalles un amigo musulmán durante mi primera visita a Damasco, que coincidió con el accidente mortal de Basil el Asad, que estaba destinado a continuar la dictadura familiar, sustituido después por el oftalmólogo Bachar el Asad, de quien nadie entonces sabía prácticamente nada. A mí me resultó curioso que fuera un musulmán el que otorgara tanto valor y tanta credibilidad a una leyenda que tenía a Jesucristo como principal protagonista, aunque pronto me di cuenta que los damascenos eran tolerantes en lo que concernía a la religión, en especial si los acontecimientos heroicos tenían como escenario Damasco. De hecho cuando te enseñaban —en esta primera visita mía, y en las posteriores— la Gran Mezquita edificada por los Omeyas en el siglo VII tenían mucho cuidado en aludir a la iglesia bizantina de San Juan Bautista que le precedió en aquel mismo lugar, e incluso al cercano templo de Júpiter, cuyos vestigios todavía eran visibles. Una parte imprescindible del recorrido por el enorme patio de la mezquita es la tumba del Bautista, donde supuestamente está enterrado, lo cual implica adentrarse de manera inevitable en la danza de Salomé y en la decapitación del profeta.
Otro amigo, también musulmán, me enseñó el mausoleo de Saladino y, aunque tuve oportunidad de conocer varias crónicas de las Cruzadas desde el otro bando, era muy notable el respeto con que hablaba de las fuerzas cristianas a las que combatió el caudillo musulmán. En esta y en otras ocasiones comprobé que los habitantes de Damasco se comportaban como lo que eran: los pobladores de la ciudad más antigua del mundo continuamente habitada. Cuatro mil años de antigüedad exigen un talante especial. Un vecino de Damasco no es, o no es únicamente, un árabe o aún peor, alguien perteneciente a un país del Oriente Próximo (expresión geopolítica europea con la que siempre ironizan ya que, por la misma razón, Europa sería el Occidente Próximo), sino también un bizantino, un romano, un griego, un persa, un asirio… El habitante de una tierra tan antigua intuye, a la fuerza, que no puede esperarse una pureza de raza o de religión, del mismo modo en que sabe que la piel de su ciudad es la última capa en el proceso de sedimentación de esplendores y decadencias que constituye su historia. Y este hombre, por lo general, es más escéptico, tolerante y sabio que el nuevo colono que ha llegado a tierras nuevas.
Quizá sea este, y no sus maravillosos monumentos, el aspecto que más me ha interesado de Damasco. Supongo que sería difícil encontrar una ciudad en la que estuviesen presentes tantas religiones y credos distintos, incluyendo comunidades con creencias cuya raíz parece perdida en la noche de los tiempos o "paganismos" muy anteriores al cristianismo y al islamismo, e incluso al judaísmo. Como es sabido, esta tolerancia espiritual, fruto de la antigüedad damascena, permanecía encapsulada por la dictadura "laica" que dominaba el país desde hacía décadas. La paradoja estaba servida: la laicidad del Estado favorecía la convivencia religiosa con métodos tiránicos, al tiempo que el fin de la tiranía, y una deseable libertad política, podían implicar el estallido de los sectarismos.
Hace ya bastante tiempo que no voy a Damasco pero, a la vista de los sangrientos acontecimientos de este último año, creo que pueden cumplirse los peores presagios, sin que quede claro qué puede hacerse para impedirlo. De un lado, nadie puede poner objeciones al combate contra la dictadura y al anhelo de democracia de tantos sirios; de otro lado, no obstante, al igual que ha sucedido en los países del Norte de África, el riesgo de uniformización forzosa en materia religiosa es evidente. Cada vez es más frecuente la persecución de comunidades cristianas en Iraq, Egipto y Etiopía. También es de temer el choque de suníes y chiíes, o la exigencia de una abominable pureza doctrinal, como la recientemente impuesta en Mali. Sin embargo, lo que en cualquier lado es negativo en Damasco sería una auténtica catástrofe pues rompería un complejo equilibrio milenario.
Cuando se habla de la destrucción de las ciudades algo que habitualmente se deja de lado —o se deja para los historiadores del futuro— es la devastación del tejido narrativo que conforma el espíritu de la ciudad. Los exterminadores saben que para herir mortalmente hay que exterminar la memoria y la capacidad de relato. Cuando los conquistadores antiguos hablaban de no dejar "piedra sobre piedra" en las ciudades asediadas se referían, también, a todos los documentos escritos que procuraban la continuidad de una población. Como aventajados discípulos modernos, los nazis llevaron esta lógica a sus últimas consecuencias en Varsovia, al destruir no sólo los edificios, sino también las bibliotecas, los archivos y los planos arquitectónicos: no querían que los moradores espectrales de Varsovia hablaran del pasado o tuvieran algún futuro.
Pero se puede destruir el tejido narrativo de una ciudad con la simple liberación del sectarismo de las mayorías. Las minorías, que a veces constituyen lo más rico de una sociedad, se asfixian rápidamente, y en silencio. No demasiado lejos de Damasco, en Alejandría, haces unos años, quise visitar la casa del poeta Constantino Cavafis. Después de múltiples intentos llegué a un piso sórdido en un edificio en lamentable estado de conservación. Allí nadie sabía quién era Cavafis pese a que Alejandría no había poseído ningún poeta moderno que la exaltara como él, eso sí, en griego. Pregunté, precisamente, por el gran barrio griego del que habían hablado escritores como Lawrence Durrell, o el propio Cavafis. Nadie había oído hablar de un barrio griego. Luego me informaron que Nasser, durante la "arabización" en los años cincuenta del siglo pasado, había poblado con inmigrantes árabes el antiguo barrio de Cavafis. Ya casi nadie hablaba griego en Alejandría. Media centuria había bastado para erradicar una cultura de dos milenios.
Es verdad que ahora lo más inmediato es la guerra y la sangre. Puedo imaginar el horriblemente caluroso verano damasceno bajo el estigma del terror. O no puedo, porque para imaginar este tipo de cosas se necesita el siniestro alimento de la visión cotidiana de los hechos. Pero a los hombres sí podemos evocarlos, y estos días me he acordado muchas veces del amigo que me enseñó por primera vez la Gran Mezquita. Era musulmán pero estaba enamorado de esa tolerancia religiosa que caracteriza a Damasco. Experto en el zoroastrismo, su héroe principal no era ni Jesucristo ni Mahoma sino Zoroastro, el gran mago. No sé si sigue con sus anécdotas y leyendas.
Al escuchar el fragor de la metralla y de las bombas muchos habitantes de Damasco deben dirigir la mirada con aprensión hacia el más elevado de los minaretes de la Gran Mezquita, no sea que aparezca el Mesías para anunciar el Juicio Final. Que no aparezca. Al menos todavía, para que muchos otros, en el futuro, puedan volver a escuchar esta historia.
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